Fuego de virutas

Don José

Don José, don José Fernández Rodríguez, terminando junio, se nos ha jubilado. Y queriendo escribir en homenaje a su trabajo cumplido, resulta difícil traer palabras apropiadas para agradecer tanto a quien en tantos años como maestro tanto ha dado. Y el caso es que con decir don José, maestro, bastaría para honrar su jubilación. Así lo señaló nuestro Director, Pablo Perales, la otra noche aprovechando la despedida de cuarto y cualificación profesional. Don José, MAESTRO.

Esto bastara si no corrieran estos tiempos que corren. La tarea de maestro ha sido aporreada por unos padres excesivamente ciegos para con sus hijos y por una administración excesivamente burocratizadora en connivencia halitosa con psicopedagogías de filfa, resultando residuo lo de maestro. Porque... ¿Quién se inventó para los maestros lo del "reciclaje"? ¿Quién, para los maestros, lo de "trabajadores de la enseñanza"?... Así como otros eufemismos acomplejados contra una profesión que siempre –aun cuando los tiempos del hambre proverbial de maestros proverbiales– fue digna profesión.

Precisamente desde la dignidad que emana de la condición de maestro, decimos don José a don José Fernández Rodríguez. Y este don no lo tiene asentado ni por edad ni por cojones. Bueno, queríamos decir que ni por autoritarismo. El don de Don José, como el de don Domingo, don Domingo Soriano Martínez, son protocolos ganados por el respeto transmitido desde una autoridad conquistada no con la férula de los castigos, sino con el trabajo delicado y dedicado. Vocacional. Don Domingo y don José... Acaso últimos eslabones con aquellos maestros que decimos de toda la vida. Maestros de la horma regeneracionista por los siglos de los siglos. Maestros que como el maestro don Francisco Giner de los Ríos enaltecido por Antonio Machado soñaron "un nuevo florecer de España". Florecer basado, como pregonaba Joaquín Costa, en la despensa, sí, pero también y muy necesariamente en la escuela. En don José, maestro descendiente de maestros, maestro encarnado de maestros, vemos esa piel dura y congénita que labra una profesión enamorada.

En agosto de 2004 compartimos en Los Espejos de la Reina, la tierra leonesa donde don José revive, algunos rincones y gastronomías de aquellos paisajes. De aquella experiencia escribimos un artículo que aún nos trae el gozo de un hogar y mesa compartidos. Hogaza, humo y viandas domésticos benditos. Y ahora, cuando queremos glosar la labor de don José como maestro, se nos ocurre pensar en esa tierra que con poderosas razones le ata; tierra, como señala el anónimo titulado "Adiciones al Memorial que escribió don Joseph Pellicer, año de 1672, de la casa de don Fernando de Tovar", manuscrito en la Real Academia de la Historia, es tierra "situada en lo más inaccesible y áspero de las Montañas de León".

Nos perdonarán los paisanos de la Vega Baja que cuando vemos a don José, no lo vemos entre naranjos y moreras, entre humedades de huerta mediterránea y cáñamos. Lo vemos entre nieves, brañas y bosques de soledades. Entre montañas oseras. Y no sé cuánto de estos impresionantes valles y montañas de su cuna ha determinado –si es que la geografía nos determina– el carácter magisterial de don José. Porque la montaña exige esfuerzos. La montaña, aparentemente inalcanzable, se puede conquistar si existe tesón, tan necesario en el magisterio y aprendizaje. Igualmente, ahora fijándonos en la geografía humana, pienso en cuánto de aquellos pastores trashumantes por Tierra de la Reina ha influido en don José a la hora de vivir la enseñanza como labor pecuaria en la que hay que favorecer siempre los mejores pastos al hato. Cuánto de todo esto, me pregunto, habrá hecho a don José, maestro. Admirable maestro.

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