Testimonios dados en situaciones inestables

Durante la entrevista caí en la tentación de echarle varias ojeadas a aquellos pechos

Esta es, como puede ver, una sucursal bancaria de tamaño medio, ni de las más lujosas de la ciudad ni de esas que están en barrios infames, pero lo esencial es que es una sucursal de uno de los más importantes bancos del país. Nuestro banco es ejemplo de negocio, y su rendimiento en cuanto a beneficios netos puede, incluso, provocar cierto vértigo malicioso.
Hay que estar muy preparado para meterse esas cifras en la cabeza. Pero lo más trascendental para nosotros es el trato al cliente. Deje que le cuente un caso concreto y así se hará una idea más exacta y, como se dice ahora, más humana, de lo que trato de explicarle. Hace unas semanas, como director de esta sucursal, tuve una reunión con una clienta que debía seis cuotas de su préstamo hipotecario. No voy a entrar en detalle en la penosa situación de esa clienta, pero tiene que saber que lo estaba pasando realmente mal. Un dato significativo es que esta clienta es una mujer de mediana edad, bastante atractiva, y ese día vino con un escote que objetivamente podríamos denominar como dentro de los límites del decoro, pero que incluso así no podía disimular unos pechos exuberantes y llenos de, digámoslo sin reparo, concupiscente efluvio a pecado. Inevitablemente, lo reconozco, durante la entrevista caí en la tentación de echarle varias ojeadas a aquellos pechos, pero solamente eso. Por lo demás, fui estrictamente profesional, y le dije que yo estaría allí para atenderla todas las veces que hiciera falta, pero que era inexcusable que asumiera responsablemente sus deudas, no había otra opción. Le estreché la mano, echándole una última ojeada a aquellas impertinentes maravillas, y se marchó. [Pausa.] A los pocos días me llegó a la oficina un paquete. Contenía uno de aquellos pechos, envasado al vacío en una bolsa transparente, igual que un filete de supermercado; incluso me pareció que todavía mantenía algo del calor original. Casi me da un ataque al corazón. Con el paquete venía una carta de la clienta que decía que esperaba que aquello cubriera la deuda. Inmediatamente puse el caso en conocimiento de mis superiores, y a los pocos minutos alguien recogió el paquete por orden del mismísimo presidente del banco, que había dicho que estudiaría personalmente el caso, y que yo no hiciera nada hasta que recibiera nuevas órdenes. [Pausa.] Al día siguiente me llamaron porque el presidente quería verme en su despacho de la central. Eran las cuatro de la tarde. Me recibió sentado en su sillón de piel, fumando un habano y bebiendo una copa de brandy. Me dijo que le comunicara a la clienta que aquel gesto suyo la honraba, y que, como muestra de buena voluntad, su aportación liquidaba la deuda existente y seis meses más. Me quedé un poco desconcertado. Le dije que no sabía cómo reflejar en la contabilidad algo así, que había que cuadrar los balances, y todo eso. Me miró con paternal condescendencia, y me comentó que el banco ganaba suficiente dinero como para saber responder con humanidad cuando era necesario. Y añadió: “Somos hombres de negocios, y ahora sabemos que, dentro de sus posibilidades, ella puede seguir pagando un poco más.” Me levanté, me estrechó la mano, y cuando me dirigía a la puerta de salida del despacho, pude ver a un lado, como a la espera de que alguien viniera a recogerla, una mesa de esas con ruedas, como de hotel, con lo que supuse que eran los restos de lo que había sido la comida de ese día del presidente. [Pausa.] ¿Se da cuenta? Eso es lo que quería explicarle, que nos adaptamos al cliente, que queremos lo mejor para él. Créame si le digo que no tendríamos estómago para lo contrario.

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