El aliento de Peter Pan (II)
Gracias a la imaginación, pude hacer frente durante la infancia al temor que me infundían el hombre de la riñonera y aquel ambiguo ser vestido de bruja que golpeaba a los niños con una escoba en la cabeza. Escribir cuentos y relatos fantásticos también me ayudó a superar traumas y fobias propias de las primeras etapas de la vida.
Una tarde de invierno, mientras esperaba para cortarme el pelo en la peluquería de los Pucheros, decidí crear un personaje de ficción que me acompañase a todas partes, que me defendiese de cualquier peligro y que jamás me traicionara. Un personaje al que sólo yo pudiera ver. Se trataba de tener, como tantos otros niños, un amigo invisible con el que poder jugar, salir en fiestas o simplemente conversar. Así que en aquel escenario, en aquella acogedora barbería, extasiado por aquellos aromas a espuma de afeitar, colonias para hombre, ungüentos para el cabello y lociones tonificantes para refrescar la piel, di vida a la figura de un niño imaginario al que decidí llamar Peter Pan del Cuartilla, para no confundirlo con el ya existente Peter Pan de toda la vida, ni ser acusado de plagio. Todas las noches, Peter Pan del Cuartilla y yo volábamos a través de las estrellas en busca de aventuras hasta El País de No Volveré a Beber Nunca Jamás para reunirnos con los Festeros perdidos: hombres en su mayoría que habían salido de sus casas el día cinco por la mañana para oír el pregón y no habían vuelto, y que para expiar sus culpas habían decidido rehacer sus vidas en aquel país y no volver a almorzar de frito ni a probar una sola gota de alcohol.
Pero dentro de aquel maravilloso mundo también existía la figura del malvado Capitán Garfio. El Capitán Garfio era un pirata que había perdido una mano intentando colarse en la Troya por la parte de atrás. Quienes lo hayan intentado alguna vez sabrán que la tapia, en su parte alta, está llena de vidrios y cristales rotos como medida de seguridad para impedir el acceso de posibles intrusos. Tras escalar el muro, el capitán se clavó el cuello de una botella de cerveza en la palma de la mano, lo que provocó que tras una terrible infección se la tuvieran que amputar. El Capitán Garfio era un villano que se pasaba todo el día bebiendo aguardiente y jugando al truque con el resto de su tripulación. Cuando durante una partida alguien le decía: ¡Capitán, vas de mano!, y dejaba escapar una risa, era enviado inmediatamente al calabozo para ser arrojado al día siguiente a los tiburones. El Capitán era un ser despiadado con los niños, hasta tal punto que no le importaba gastarse lo que hiciera falta durante las Fiestas. Para las Fiestas no miraba pelo. En cambio, a sus hijos siempre les compraba libros de segunda mano, ya que los libros y el material escolar le parecían caros e inútiles. El capitán Garfio, además, era un ser tan cruel que nunca ayudaba a su mujer en las tareas domésticas y nunca cocinaba en casa. En cambio, en la comparsa era tenido por un hombre excepcional, ya que allí siempre se ofrecía el primero para hacer paellas y gachamigas, preparar almuerzos, montar mesas, llenar las cámaras de bebida, etc.
Un día 6 por la noche, casi de madrugada, cuando volvíamos toda la familia de ver la Cabalgata, cargados con las sillas de la cocina, destemplados pese a la rebeca, con dolor de cuello y el pelo lleno de confetis, encontramos a un hombre tirado en el portal de casa. Se trataba de un Ballestero. Yo, nada más verlo, me acerqué emocionado hasta él y le pregunté: ¿Eres tú Peter Pan del Cuartilla?, pero sólo obtuve su aliento y una arcada por respuesta. Al parecer, el Ballestero había bebido más de la cuenta, se había salido de la fila durante el desfile al pasar por Casa Rojo y había llegado sin darse cuenta hasta la calle Ritas, donde todavía permanecía pese a ser vecino de la calle Gelela. Después, entre todos, lo metimos en casa. Mi padre le dio un vaso con sal de frutas para que eructara y lo acostó en el sofá sin quitarle ni siquiera las botas. Yo seguía entusiasmado, pues estaba convencido de que aquel hombre era Peter Pan del Cuartilla, el personaje que hasta entonces sólo había existido en mi imaginación. Una vez que todos se hubieron acostado, y tras quedarme a solas con él, le pregunté: ¿Dónde está Campanilla?. Entonces él se introdujo los dedos índice y medio en la boca, hasta el fondo, para indicarme donde estaba. Aquella acción provocó que el Ballestero arrojara todo el contenido de su estómago al exterior en forma de cocotero. A aquella gran palmera siguieron otras tantas, como si fuera la noche de la Alborada. El salón de casa quedó como el Huerto del Cura y, pasados quince días, todavía quedaban restos de gofre, sardina y sequillos en las lámparas y el televisor.
Desde entonces, todo mi mundo de fantasía se desmoronó. Peter Pan dejó de ser un héroe para convertirse en un simple mortal, y el hada Campanilla, aquella especie de luciérnaga mágica, pasó a ser simplemente la campanilla, como decimos en Villena: ese lóbulo carnoso que cuelga de la parte posterior del paladar, a la entrada de la garganta .