Testimonios dados en situaciones inestables

El cóctel de sagrados fármacos entra en mi cuerpo para que me reúna con el creador

Voy a morir con las sábanas del hospital limpias, con el blanco del techo imperfecto en los ojos, con el murmullo de los pasillos reptando entre las patas de la cama, con el último residuo del yo agarrado a palabras aturdidas. Es raro estar vivo y muerto a la vez.
La tarde va menguando con demasiado respeto. Mis familiares se pasean alrededor de mi cama en silencio y por turnos, parecidos a médicos forenses que no quisieran molestar. Lloran de esa forma sigilosa e impotente que nadie por propia inclinación desearía nunca contemplar, y menos explicarse. Ya he estado en todos los sitios por última vez. Esta habitación de hospital es mi último sitio en un mundo hacia el que ya no siento ninguna curiosidad. Ya no es mi mundo, la vida me ha expulsado como en un mal reality show de televisión. El infusor reposa a mi lado, conectado a mis venas, liberando los sagrados fármacos que lentamente conseguirán que me reúna con el creador; o con su sombra. Que sea Viernes Santo tiene un matiz irónico que no me siento con fuerzas para disfrutar. Esta frase en mi cabeza que dice que aún puedo repetir esta frase en mi cabeza suena como viento solitario en una madrugada lluviosa: se pierde a lo lejos con un siseo elástico y ensimismado, deshilachando la inclinación del pensamiento a comprimir la propia vida en una sentencia. Hoy casi todo el personal médico evita mirarme a los ojos. Tienen ese semblante huidizo de empleados de tanatorio en turno de noche. Hoy he aprendido que existe el Midazolam y la Levomepropazina y el Fenobarbital, y que juntos y con sigilo son capaces de convertir todo esto en nada, pero el hecho de aprenderlo ya no me ha producido un placer especial. El aire huele a una mezcla de acre detergente y residuos fisiológicos, provocándome una nostalgia lasa y antiséptica. El último haz de luz vespertina muere entre las varillas de la persiana como un suicida insecto hipnotizado. [Pausa.] Padre, ¿quién mataría a su hijo para salvar su reino en este mundo? Ha llegado el momento de la punzada en el costado, del sacrificio mítico y anónimo, del habla especulativa y agónica. Creo en el cloruro mórfico, en la oración intravenosa, en la expiación de los pecados tumorales. Creo que la especie humana se divide en seres humanos de la misma manera que una lámpara de vidrio de Murano se estrella contra el suelo. Padre, el hígado sano de cada día démelo hoy. O al menos concédame como último deseo que se me extraiga el mío, podrido y tumefacto, y se le sirva macerado en vino de oporto aderezado de crema de trufas blancas. No hace falta que aplauda mi generosidad. Creo en las recompensas extraterrenas de los sucios actos mundanos, en el poder trascendente de las malas noticias, en el infinito deslumbramiento semántico de las palabrotas dichas en momentos ininteligibles. Desearía tener la poca vergüenza de gritar blasfemias y lanzar al aire mi copa vacía, pero, Padre, su faz no consuela por las imperfecciones de la piel, cráteres producidos por un acné adolescente antes de la creación del universo y manchas oscuras producidas por el continuo holocausto que sus leyes causan. Y si resucito al tercer día, Papi, por tu inmensa benevolencia, me gustaría hacerlo reencarnado en el alma y en el cuerpo de mi padre humano, que nunca me pegó ni me humilló ni me sacrificó para salvar su reino en este mundo, y cuyo amor me crió como príncipe eterno en mis reinos de la imaginación... Y ahora ya sí, veo el humo y la niebla, amén...

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