El día de su décimo cumpleaños le regalé un adorable cachorrito de pocos meses
Yo adoro a mi hijita. Bien sabe la providencia que es mi desvelo continuo. Mi hijita se llama Lucrecia, que significa algo así como afortunada ganadora, que es precisamente el motivo por el que se lo puse, después de convencer amistosamente a mi marido, que lo veía como un nombre un poco rebuscado. Mi niñita tiene diez años y seis meses, y siempre he tratado de enseñarle todo lo necesario para que su camino hacia el futuro esté lleno de valentía y carácter, pero también de gratitud y sentimientos profundos y una visión redentora de la vida.
Con estas premisas, el día de su décimo cumpleaños le regalé, también después de convencer a mi marido con argumentos de psicología conductista, un cachorrito de pocos meses, un cavalier king charles spaniel adorable, moteado de manchas marrones sobre blanco, con unas orejas encantadoramente peludas y una mirada algo tristona que le daba un cariz vulnerable, que él compensaba con un incesante movimiento de su colita, suma de motivos por los cuales a mi hijita, desde el primer momento en que lo vio, le entraron unas ganas desmedidas de abrazarlo y mimarlo, cosa que estuvo haciendo durante varias semanas, hasta que la lógica cotidianidad rebajó su efusión. Esto no supuso, por supuesto, que su devoción decreciera, pero podría decirse que entró en una dinámica más madura. Mi hijita casi siempre se encargaba de darle de comer, de sacarlo al parque, de que su cesta estuviera limpia, y en definitiva de atenderlo en todo lo que necesitara, y solamente dejaba de realizar esas tareas cuando sus estudios u otros compromisos típicos de su edad se lo impedían. Y de esta manera, en el transcurso de más de cinco meses, su lazo afectivo con el perrito se consolidó. Fue entonces cuando contraté a un tipo de los barrios bajos para que lo raptara. Aprovechando una de esas salidas al parque, y con mi ayuda para que mi hijita se descuidara un momento, el tipo agarró al perrito y se lo llevó. Ella entró en pánico. Inmediatamente llenamos el barrio con su foto ofreciendo una recompensa. Mi hijita parecía un general de las fuerzas armadas, dirigiendo todo el dispositivo de búsqueda. Durante varios días recorrimos cada rincón del parque y cada calle del barrio. Después ampliamos la búsqueda a los barrios colindantes, que era parte importante para llevar a cabo mi plan completo. Con anterioridad yo ya había elegido un solar con un muro en el que había un agujero por el que solamente podría caber mi hijita, y arteramente dirigí las pesquisas hasta él. La noche anterior al día del paradigmático encuentro, el tipo de los bajos fondos había trepado el muro con la coartada de la oscuridad y había depositado el perrito allí dentro. Desgraciadamente, y para que todo tuviera sentido, el perrito debía estar muerto debido a una violencia desproporcionada, inhumana. Le dije al tipo que la imagen debía ser como un mensaje escrito por la mano de Dios. Cuando llegamos al agujero, mi hijita entró, y durante un breve pero intenso lapso de tiempo no escuchamos nada, a pesar de que a modo de ruego gritábamos el nombre de Lucrecia, hasta que el ronroneo de un cuerpo arrastrándose llegó desde el otro lado del agujero, y a los poco segundos apareció mi hijita llevando en sus brazos, como una ofrenda, el cuerpo insoportablemente mutilado del perrito. Unas lágrimas espesas empañaban sus mejillas, pero su semblante era duro y hermético, y en su mirada había un brillo como de universo vacío, como de estrella ardiente que hubiera quemado el universo preparándolo para una nueva era cósmica. Entonces supe que todo había salido bien.