El doctor Takeshi Yamaguchi es bajo y macizo como los antiguos guerreros samuráis
El doctor Takeshi Yamaguchi se detiene un momento ante la mesa de operaciones. Las numerosas luces impertinentemente cristalinas de las lámparas del quirófano le hacen brillar una ancha frente labrada de arrugas y perlada de sudor. Las luces se reflejan en sus ojos rasgados y oscuros dándoles el aspecto de diminutos y gemelos universos estrellados.
El doctor Takeshi Yamaguchi es bajo y macizo al modo de esos guerreros samuráis de las viejas películas japonesas. Sus manos son pequeñas y fuertes como las de un niño mutante. El aire del quirófano es transparente de esa forma inaprensible en que aparece/no aparece en las funcionales ilustraciones de arquitectura. Los miembros del equipo de cirugía esperamos las indicaciones del doctor Takeshi Yamaguchi. Se comunica con nosotros a través de un canal telepático de alta frecuencia. La sala está invadida por aparatos e instrumentos médicos. Las luces del quirófano parpadean sincopadamente tres veces y el suelo vibra de forma casi imperceptible a causa de explosiones a muchos niveles por encima de nosotros. El doctor Takeshi Yamaguchi va a hacerlo. Nadie ha podido evitar que sea él quien lo haga. Sobre la mesa de operaciones hay una mujer joven tumbada boca arriba y con los ojos cerrados. Tiene el abdomen abultado y parece dormida de una manera muy profunda, casi triste. Numerosos cables y sondas atan su cuerpo al complejo mobiliario mecánico que la rodea lleno de luces y sensores. Transcurre un segundo más, y después todos comenzamos a realizar nuestras funciones como un ballet perfectamente sincronizado al recibir en nuestras mentes las órdenes precisas del doctor Takeshi Yamaguchi, que parece inhumanamente concentrado al realizar la profunda incisión a lo largo del prominente abdomen de la mujer. Entre la información telepática necesaria para la intervención recibo las imágenes del doctor Takeshi Yamaguchi a la edad de cinco años corriendo hacia los brazos de su madre con una montaña nevada al fondo. Los separadores retienen las dos partes del vientre abierto dándole un aspecto de enorme flor carnívora. El doctor Takeshi Yamaguchi introduce hábilmente sus pequeñas manos en el cráter de la mujer y manipula huesos y tejidos. Su mirada se precipita por el hueco abierto como un espeleólogo que supiera que no va a volver. Todas las máquinas emiten preocupantes variables en sus sonidos característicos. Después de un largo e impreciso tiempo, el doctor Takeshi Yamaguchi saca del volcán sangrante sus manos pequeñas y macizas portando una criatura sanguinolenta, cuyo exoesqueleto de metal brilla como las luces de socorro desde un barco en medio de la noche. En ese momento percibo en mi mente la imagen de un joven doctor Takeshi Yamaguchi esperando recibir en sus brazos a su pequeña hija Kokoro, que corre hacia él, salta sobre su pecho y se queda inmóvil, sin vida, con una montaña nevada al fondo. Los aparatos confirman que la mujer sobre la mesa de operaciones ha fallecido. El doctor Takeshi Yamaguchi sostiene unos segundos frente a él a su nieto, mitad humano y mitad máquina, que intenta llorar con silbidos neumáticos, y piensa que el dolor, el amor y la ira se combinan de forma magistral en el odio. El suelo vuelve a vibrar debido a las explosiones, las luces parpadean, y el primero de una nueva especie, inclinando un poco el cuello a un lado como si intentara comprender, mira a su abuelo por primera vez igual que si contemplara a un indefenso y vulnerable simio prehistórico.