Testimonios dados en situaciones inestables

Él está tumbado sobre la mesa de autopsias maquillado para su gran noche

Me invitaron como amigo de la infancia del protagonista del programa televisivo ¡Lo quieres todo de él! de esta semana. Lo de amigos consistió en unas pocas veces que jugamos al fútbol en el callejón o apedreamos a los pájaros, porque apenas coincidimos unos meses en el mismo edificio cuando teníamos ocho años.
Pero aquí estoy como amigo de la infancia del tipo protagonista, que está tumbado boca arriba sobre la mesa de autopsias maquillado para su gran noche, rodeado de focos y cámaras y una grada de veinte filas de asientos atiborrada de jóvenes chillones. Ver esto en directo es tremendamente emocionante, y todo parece más grande y brillante que cuando lo ves por la tele. El presentador Julius Up, vestido con su traje color violeta oscuro y su camisa negra y su corbata blanca y esos zapatos de charol rojo que parecen estar diciendo “¡deteneos!” y ese pelo negro universo profundo esculpido a cincel coronando una cara tersa y morena como el envoltorio cromado de un helado de chocolate, es dulzonamente simpático con todo el mundo, aunque de cerca su sonrisa parece petrificada por una cirugía quizá demasiado agresiva. Pero cuando empieza el programa, impacta ver cómo Julius Up se transforma en una fuerza desatada del entretenimiento televisivo digital y enardece a la grada de jóvenes gritones y atiende ingenioso las llamadas telefónicas de los espectadores de todo el país y modela con cínica vaselina verbal las preguntas a los invitados, entre los que, además de docenas de amigos como yo, se encuentran sus familiares y colegas raperos y sus diversas y superficiales novias y sus tatuados enemigos musicales que están encantados de verlo allí, tumbado sobre la mesa de autopsias, aunque la realidad es que todo el mundo se lo está pasando en grande contagiado de la marcha de Julius Up, y tan solo la madre del protagonista, una mujer insalubremente obesa de unos cincuenta años vestida como si fuera el primer plato de un caníbal sexual sin prejuicios, lloriquea a veces y se seca las lágrimas con un pañuelo violeta bordado con el anagrama del programa al tiempo que confiesa que su niño siempre estuvo convencido de que iba a llegar a lo más alto. Pero lo más flipante es cuando empieza la autopsia con extracción de órganos y el panel de pujas se pone a echar humo con la cifras que los espectadores ofrecen por ellos, y las marcas comerciales que patrocinan el programa van descubriendo a un ritmo misterioso los premios suplementarios ocultos tras cada órgano, como ese viaje a Tailandia para el que se hace con el pulmón derecho o ese descapotable último modelo para el que termina adquiriendo el algo deteriorado tabique nasal. Aunque el momento cumbre de la noche es cuando se pone en juego el corazón, con el desgarro ocasionado por el disparo a bocajarro visible a través de las cámaras de alta definición, y entonces las pujas llegan a las siete cifras, y a cada subida de la cifra la grada enloquece coreando el nombre del programa con su famosa coletilla de “¡y lo vas a pagar como se merece!”. Ahora, eso sí, la dirección del programa demuestra su buen gusto y saber hacer cuando los cirujanos forenses, que llevan en sus batas negras el anagrama del Ministerio de Salud Pública que colabora desinteresadamente como reconocimiento a la labor social y cultural del programa, separan del cuerpo las partes pudendas para la subasta y, aunque en directo todos las podemos ver con un suspiro de reconocimiento, los técnicos las difuminan para evitar que los niños que están viendo el programa por televisión tengan algún tipo de trauma malsano que pueda convertir sus sensibles e impresionables conciencias en un infierno moral y el día de mañana terminen siendo de esos deleznables sujetos que aúllan en las calles y claman al sentido común y añoran tiempos pasados en los que el entretenimiento popular todavía no era libre y completamente democrático.

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