El gilipollas
Pónganse en situación: último día de vacaciones, domingo por la noche, calor insoportable, poco sueño (dormir hasta la hora de comer y pegarse una siesta después de la paella es lo que tiene), los minutos parecen volar acercándose a esa hora fatídica en la que el mundo se reinicia y vuelve a ser lunes, cuando las fábricas y los comercios retoman la actividad y nuestras ojeras vuelven a asaltar las calles buscando como yonkis el primer café del día.
Tras rematar las últimas páginas del libro que llevaba entre manos un alegato demoledor a favor de la razón y la ciencia titulado Por qué no podemos ser cristianos (y menos aún católicos) intento alcanzar el sueño, pero es inútil. Cansado de ver las luces de la ciudad reflejadas en el techo, me incorporo, enciendo un cigarro y tomo otro libro, en este caso un ensayo titulado Revisionismo y política que tira por tierra las patrañas con las que el embaucador Pío Moa se está forrando a costa de vender a los nostálgicos del franquismo aquello que quieren leer. Es inútil. Leo la contraportada, las solapas, el prólogo y no me canso ni me pesan los párpados. El sueño sigue sin venir mientras encaro el capítulo 2.
Resignado, fumo otro cigarro en el balcón y vuelvo a acostarme sin esperanza alguna, esperando que de un momento a otro arrecie la tortura del despertador, pero es entonces cuando el viejo mecanismo entra en funcionamiento y el cuerpo se aproxima a su letargo. Cuesta ya distinguir la imaginación del sueño, delimitados por líneas tan borrosas como mi visión, definitivamente cansada. Estoy a punto de alcanzar el dulce momento del descanso y es entonces cuando todo se viene abajo, porque habita en nuestra ciudad un gilipollas, un tremendo imbécil, un inútil de primera con encefalograma plano capaz de exprimir el 100% de su potencia al equipo estéreo de su Polo oscuro, una potencia multiplicada por el denso silencio de la noche.
No me vale que digan que el pobre estaba borracho y que horas antes, a eso de las 12, ya había hecho lo mismo aparcado en la plaza del Maestro Chanzá mientras vomitaba agazapado entre dos coches. Los borrachos nunca mienten, y el que yendo bebido se muestra ante los demás como un auténtico gilipollas es porque sobrio igualmente lo es. Quizá lo oculte mejor, tal vez lo disimule. Pero sin duda alguna lo es.
Porque miren que hace falta ser idiota, borrico, papanatas, cretino, estúpido, memo, tonto, insensato, majadero, lelo y necio (y no me acuerdo de sus familiares, especialmente de su madre, porque la señora no tiene culpa alguna de que su hijo sea un mentecato integral) para plantarse, más cerca de las 3 que de las 2, en un lugar habitado, donde las personas tan solo ansían descansar, y ofrecerles media hora de serenata que despierta al dormido e impide que duerma el que estaba a punto de conciliar el sueño.
La próxima vez que te deje tu novia, gilipollas, o que no aciertes la primitiva por un número, o que te den la espalda tus amigos, si acaso los tienes, proyecto de ser humano, en lugar de jodernos la vida a quienes no te hemos hecho nada te vas al puente de las Fuentes, te subes con tu coche hasta arriba y, cuando hayas acabado de desquiciarte con esa música de mierda que tanto parece gustarte (obviamente, no podías tener peor gusto), saltas de cabeza sobre la vía, a ser posible intentando hacernos el favor de coincidir con el paso de un Altaria o un Euromed. Gilipollas.