El Paseo
Hay quien dice que el Paseo, desde su última remodelación, es un aeropuerto frustrado. Otro. No lo sé. Porque por él vuelan mis sueños. Siempre lo he soñado como apenas lo conocí. Las fotos, gracias a Villena Cuéntame, refrescan una memoria dormida de la infancia.
Aun disfrutando de lo que fue nuevo a principios de la década de los sesenta, el Paseo que siempre he querido es el más viejo. Más propio de una ciudad de interior en la linde de la meseta castellano manchega. Las palmeras siempre nos parecieron forasteras. Y nada acostumbradas al frío. De hecho, en los duros inviernos villeneros hay que abrigarlas recogiéndolas. Poniéndoles como una bufanda hecha de sus hojas recogidas y plásticos. Pero como fuera, remedo de la Explanada de la capital, allí pasábamos más tiempo que en casa, en compañía de Jesús Carrasco. Con la compañía de mis vecinos: Rafa, Paco y Pepe, José Heriberto y Pedro Aurelio que con mi hermano Joaquín formábamos panda. Yo, el más pequeño. Rafa me enseñó que las avispas de ojos verdes no pican.
La diversidad en edades y la natural formación de cuadrillas nos dispersó, pero el Paseo seguía siendo el principal escenario de nuestros juegos. Y en el Paseo, el monumento a Chapí. Donde era frecuente caer en el estanque. Ya lo hemos dicho alguna vez: Quien siendo niño y viviendo en el Paseo no se ha caído en el estanque del monumento a Chapí es que no ha sido niño. O no ha jugado. También, en el Paseo jugábamos al fútbol. Las porterías ni pensados a propósito eran los arcos metálicos que había sobre los bancos para enredar los rosales. Las cristaleras de la Caja Rural, entonces en los bajos que fueron heladería y ahora cafetería, dieron buena cuenta de nuestros balonazos. Aquí no se me olvidan las carreras cuando llegaban los municipales. Especialmente recordamos a los guardias Cristóbal y Lorente. Agradezco a Juan López Bailén la información refrescándonos la memoria sobre estos personajes. El primero nos parecía severo, el segundo nos llamaba la atención por su altura. También porque nos suena que llevaba metida en las botas una colección de bolígrafos bic cristal de todas las tintas: azul, negro, rojo y verde. Unas botas propicias para pilotar las Sanglas. Con ellas llegaban hasta la intersección del Paseo con la calle Cristóbal Amorós, paraban y... Cristóbal nos indicaba con un firme gesto de mano que acudiéramos. La fuga era nuestra respuesta. El primero que podía cogía el balón y... Y a correr. Pero ya podíamos irnos al fin del mundo o escondernos bajo tierra que en aquellos tiempos nuestros padres tendrían pronto parte de nuestro comportamiento.
Cuando abandonamos los juegos el Paseo siguió siendo espacio preferido. Sus bares: el Alejandro, el Avenida, el Flor... El emblemático Capri que tenía una ventana para servicio del cine Avenida. Sus billares: los de Torró y la Sardina. Sus puestos. Fijos, como el quiosquico Chino, El Buen Gusto y el pequeño puesto que había al lado de éste donde comprábamos sobres de indios, americanos y soldados... Mistos de trueno... Y puestos puestos como el del Tío Jaime o el de los Punteros. Por cierto, sea memoria y homenaje este artículo a Pedro Espinosa Soriano. Jesús Carrasco, siempre atento a tantas cosas, nos lloró su muerte. Pedro el Puntero cumpliría este año los cincuenta. Con nosotros.
Si el Paseo de ahora dicen que es un aeropuerto frustrado otro, el Paseo de nuestra memoria es una pista de despegue para el recuerdo. Y recordando contemplamos la yedra que abrigando a las palmeras nos ha traído, como yedra, la amistad.