Abandonad toda esperanza

El resto es Silencio

Abandonad toda esperanza, salmo 548º
Cada cierto tiempo surge una película que, sin saber muy bien cómo -al margen, claro, de tener detrás una campaña publicitaria muy bien orquestada-, reconcilia a la gran masa social con el séptimo arte y consigue llevar a los cines a un gran número de personas que desde hacía años no pisaban uno y que acaban disfrutando como enanos de esa liturgia que habían olvidado. Casos como Titanic, Avatar o, en España, Ocho apellidos vascos y las dos últimas películas de J. A. Bayona son buenos ejemplos de ello. Menos habitual resulta que estas mismas películas reciban los parabienes de la crítica y acaparen premios y menciones diversas, aunque el film de James Cameron sobre la tragedia del mítico trasatlántico acabó llevándose once Oscars a casa.

Ahora mismo tenemos en cartel un título que quizá pueda acabar ingresando en este selecto club: La ciudad de las estrellas, La La Land en su versión original. La película, como ya sabrán, es un musical, por lo que también le ha tocado en suerte la misión que ya recibieron en su día otros grandes éxitos de taquilla como Moulin Rouge o la oscarizada Chicago: "resucitar" un género que, como tantos otros en realidad, vivió su época de esplendor en los lejanos años dorados de Hollywood... Ese mismo cuya imagen actual, precisamente, tiene una importante presencia en la cinta que nos ocupa, y que ha convertido a Damien Chazelle, responsable también de la estupenda Whiplash, en el director de moda.

En los tiempos que corren, no sé muy bien por qué, cuando toca analizar el fenómeno mediático de turno parece ser obligatorio posicionarse en un extremo u otro del espectro: o se le adora sin medida o se le desprecia sin remisión. No hay término medio. Y ambas opciones me parecen válidas siempre y cuando se sustenten sobre algún argumento (aunque este pueda tener una base subjetiva). Pero estas pasiones, de un lado u otro, suelen no tener justificación alguna, y a La La Land ya le está sucediendo precisamente eso: algunos críticos y espectadores la describen como si fuese una película destinada a cambiar la historia del cine para siempre, mientras que otros echan pestes de ella creo yo que para reforzar su acomodaticia posición de mirar por encima del hombro al supuesto rebaño de borregos que han de ser por fuerza mucho menos listos y cultos que ellos.

Lógicamente, dicho esto me toca mojarme en el asunto, y como ya habrán adivinado ni creo que estemos ante la quintaesencia del séptimo arte ni tampoco ante una basura execrable: La La Land no es más que el enésimo musical romántico que recupera estilemas clave del género a la vez que trata de actualizarlos sometiéndolos a una mirada posmoderna que pasa irremediablemente por la ironía paródica y el pastiche, como sugiere aquí el hecho de recuperar a clásicos contemporáneos de A-Ha o Soft Cell aunque aparezcan de fondo y no asimilados como parte del aparato musical propiamente dicho. A estas alturas, quien afirme que su director reinventa el género por cualquiera de los caminos temáticos y/o estéticos que toma será porque no ha visto Los paraguas de Cherburgo de Jacques Demy, Corazonada de Francis Ford Coppola o Todos dicen I love you de Woody Allen; y tampoco conocerá las aportaciones de Dennis Potter o el gran Bob Fosse, no digamos ya los acercamientos puntuales de Alain Resnais y Jacques Rivette. Ahora bien, también me parece innegable que Chazelle recurre a lo que ya hemos visto cientos de veces y lo adereza con algunas canciones estupendas, varias soluciones visuales de gran atractivo, una conclusión de antología (y no necesariamente por sus valores musicales) y, muy especialmente, dos actores ajustadísimos: un Ryan Gosling que compensa sus limitaciones vocales con su indudable carisma y, sobre todo, una Emma Stone que demuestra una vez más ser, con diferencia, la mejor actriz de su generación dentro del cine estadounidense. Tanto es así que lo menos creíble de la película -al margen de la impostura implícita que conlleva, de serie, toda muestra del género- es que a la aspirante a actriz que interpreta no le lluevan las ofertas de trabajo un instante después de terminar cualquiera de los castings a los que se presenta.

A tenor de lo que dicen las encuestas, y después de haber hecho historia en los Globos de Oro con siete galardones de siete candidaturas, La La Land será la gran triunfadora de los próximos premios de la Academia de Hollywood. Alguien dijo una vez que nada gusta más al mundo del espectáculo que el hecho de que hablen de él, y después de lo que ocurrió con Chicago, esta sí una nadería (¿alguien se acordaba de que ganó el Oscar a la mejor película del año?), igual lleva razón. Es muy posible que así suceda, pero ya solo que se contemple tal posibilidad y que en cambio nadie parezca dar un duro por la presencia del último trabajo de Martin Scorsese en las nominaciones me parece muy revelador del rumbo que, al parecer irremediablemente, ha tomado la industria del entretenimiento como reflejo de la crisis de valores de la sociedad actual. Y es que, en efecto, mientras La La Land lo tiene todo ganado de partida (algo también inherente a todo musical urdido con un mínimo de oficio y un par de temas pegadizos), Silencio es un film mucho más exigente para con el espectador: su metraje supera las dos horas y media; carece de eso que muchos llaman "acción"; y, muy especialmente, cuenta con una narración morosa que no potencia la identificación del espectador con sus protagonistas, además de tratar, horror, de uno de esos temas que podríamos calificar de "trascendentales". En este caso, se habla de la fe... y no solo la católica, como veremos.

Este era un proyecto largamente acariciado por Scorsese desde hacía años: estamos ante una adaptación, al parecer bastante fiel, de la novela homónima del japonés Shûsaku Endô que ya fue llevada al cine por su compatriota Masahiro Shinoda en Chinmoku. No he leído el libro ni he visto este film de 1971, por lo que mi juicio se basa únicamente en las reflexiones suscitadas por la cinta que nos ocupa y su inclusión en la filmografía del que me parece el mejor cineasta estadounidense vivo y en activo, y uno de los únicos cuatro realizadores ya veteranos que pueden presumir de contar con varias obras maestras en su haber (los otros tres son, claro, Eastwood y los citados Coppola y Allen). Cualquiera que conozca la obra del director italoamericano sabrá que la presencia de la fe y la religión es habitual en ella, y no solo en sus filmes específicos sobre el tema (La última tentación de Cristo, Kundun y esta Silencio), sino también en otros como Who's that Knocking at My Door (cinta temprana pero soberbia que urge recuperar), Malas calles, Taxi Driver o Toro salvaje; películas donde conceptos como la culpa y la redención son vistos a través de un prisma inequívocamente cristiano.

Ahora, el autor de Uno de los nuestros relata una ficción basada en hechos reales a propósito de la persecución que sufrieron los sacerdotes católicos en su intento de difundir su credo en el Japón feudal del siglo XVII... y, a partir de ella, logra que el espectador se cuestione, si no sus creencias más profundas, sí el concepto mismo de divinidad y la percepción que se tiene de él. Por tanto, esta es una película que creyentes y no creyentes percibirán de forma muy distinta; pero en mi caso, que por si alguien no lo sabe es el de un ateo militante, en ningún momento sentí que Scorsese, católico confeso, predique la Palabra en mayúscula ni nada que se le parezca. Muy reveladora al respecto me parece la secuencia del reencuentro entre el protagonista, un excepcional Andrew Garfield en el mejor momento de su carrera (hace nada pudimos verle, también espléndido, en la bélica Hasta el último hombre de Mel Gibson), y un Liam Neeson en la piel de un ex sacerdote que como el coronel Kurtz de Apocalypse Now se ha integrado en un nuevo hábitat pero trocando la lúcida locura de aquel personaje de Brando por la renuncia a sus ideales más íntimos y su posterior asimilación de nuevas costumbres y, por ende, de un modo distinto de ver la vida. Y es que de eso trata precisamente la cinta de Scorsese, que desde la decepcionante El aviador y tras ganar el Oscar por Infiltrados no falla una: de renunciar o no a aquello en lo que se cree, y de las consecuencias que implica cualquiera de las dos opciones que se tome.

Por lo demás, y volviendo a la comparación entre dos películas que tampoco tienen nada que ver entre sí salvo coincidir en la temporada de premios: al parecer, de las salas donde se exhibe Silencio muchos espectadores se salen a mitad de la proyección, imagino que algunos abrumados por las escenas de tortura pero la mayoría aburridos por un relato que demanda paciencia y reflexión; en cambio, muchos de los que acaban de ver La La Land abandonan el cine con una sonrisa de oreja a oreja y afirman que no tardarán en volver y repetir. Lo dicho: pan y circo. Amor y música. Identificación y empatía inmediata. En cambio, y parafraseando las últimas palabras de Hamlet, el príncipe danés de Shakespeare: lo demás -historia y barbarie, fe o falta de fe, introspección y meditación-, es Silencio. Ustedes mismos.

La ciudad de las estrellas (La La Land) y Silencio se proyectan en cines de toda España.

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