Cartas al Director

El ruedo destruido. Una plaza sin alma

Siempre que miro la foto me pregunto que es lo que el niño miraba tan fijamente. Presta una absoluta atención a lo que pasa frente a él, como si sólo existiera el ruedo, como si no hubiera nadie más en la plaza, como si no oyera los gritos de la gente. Tal vez sólo sea la foto del graderío en una tarde de toros en Villena. Pero para aquel niño, evidentemente, es mucho más, porque al verla viaja a un pedazo de su infancia, aviva el rescoldo de sus recuerdos.
Cuando en silencio la observa, escucha los viejos sonidos. El del portón abriéndose para que pisara la arena la Banda de Música de Villena, el del trajín del callejón con los mozos de estoques cargados de muletas, capotes y el botijo para que el maestro bebiera agua fresca, el de los gritos del respetable al maestro Carrascosa exigiendo que sonase “La del manojo de rosas” al empezar brillante una faena, el de los cascabeles de las mulillas…

Recuerda la gorra y el brazalete con los colores rojo y gualda que su padre se colocaba sobre la camisa. La orden concreta y precisa de una hora en la que tenía que ir a la puerta del patio de caballos para que le pasara a la plaza. El corrillo de avispados que intentaba colarse alegando amistades íntimas con algún matador o recomendaciones del empresario. La nerviosa espera hasta que asomaba aquella gorra y pasaba a la plaza, entre los caballos de picar y el grupo de monosabios. Son sonidos que generan una sonrisa, que retornan a la niñez, a la calidez de la inocencia, al orgullo de ver al padre entregar los rehiletes a aquellos banderilleros de plata ajada, trajes remendados, piel encallecida y el pitillo en la boca.

Los toros eran una fiesta. Un acontecimiento que duraba mucho más que el festejo. Que empezaba con el desencajonamiento a mitad de semana, la quema de los nidos de avispas del graderío, el enchiqueramiento de la mañana, el camión de rociar preparando el ruedo y por fin, a las cinco de la tarde, la corrida con su verdad, su color y ambiente. Luego venían los comentarios taurinos, el asombro por el valor de un torero, la emoción en la fiereza de un toro. Ese niño creció oyendo hablar de las verónicas de Julio Robles, el poderío de Paquirri, la seriedad del Viti, la variedad de Luis Miguel Dominguín, la plasticidad de Manzanares o el conocimiento de los terrenos de Luis Francisco Esplá.

El sonido, el olor, la luz de una tarde de toros es algo que forma parte de su pasado. Fue así, como podría haber sido de otra forma. De pequeño aprendió el rito de los toros para de joven leer con deleite al maestro Joaquín Vidal y poco a poco, tarde a tarde, ir haciéndose aficionado. Sin aspavientos ni dogmatismos trasnochados.

El niño de la foto es hoy un aficionado a los toros y no tiene porqué pedir perdón por ello, ni justificarse. Desde el respeto, la tolerancia e incluso la compresión hacia aquellos que no comparten su pasión por un rito que es capaz de generar momentos tan sublimes y emocionantes como una media de Curro Romero, un natural del Cid, un “ayudao” por bajo de Ponce o un derechazo cargando la suerte, templando y mandando de José Tomás.

El lugar donde se hizo esa foto ha sido demolido. Ya no queda rastro de ese graderío, del ruedo, de las viejas maderas de la barrera. Todo ha sido víctima del tiempo y del abandono, pero sobre todo, de la dejadez y la indolencia de quienes nada hicieron por su conservación y hace sólo unos días, por sorpresa y casi a escondidas, certificaron su muerte.

A la plaza de toros de Villena le han amputado su aroma y su historia. La han desnudado por sorpresa, sin pudor ni reparos. De aquí a un tiempo se iniciarán las discutidas y electoralistas obras, abriéndose paso triunfal la funcional modernidad con el regocijo de unos, el cabreo de otros y las críticas de todos. No se merecía un final así, tan a traición, con las excavadoras destruyendo los recuerdos, ahogando sus ecos, apagando sus colores grises y ocres, destruyendo su esencia y para quien esto escribe, con la imperdonable felonía de que el niño de la foto, el de la atenta mirada, ni siquiera pudiera despedirse de ella.

Fdo. Rafael Román García

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