“Me pregunto cuánto tiempo tendrá que pasar todavía (...)”. Así empezaba mi columna anterior, que en principio nada tiene que ver con esta. Me autocito para subrayar lo obsesionados que parecemos estar, de una forma u otra, con el tiempo; me refiero al cronológico, no al clima; aunque con el cambio climático igual terminamos por quedarnos sin aquel. Por otra parte, esta obsesión es totalmente razonable dado que el paso del tiempo es un factor determinante de la condición humana en tanto que somos entes condicionados biológicamente y destinados a la decadencia y la extinción. Y es a este tema al que responde la nueva película de M. Night Shyamalan, precisamente titulada entre nosotros como Tiempo (Old, “Viejos”, en el original), y que como era de esperar ha sido recibida de forma desigual.
Y es que como ocurre siempre que se estrena un título que lleva la firma del director de El sexto sentido, las opiniones se polarizan tajantemente, tanto entre la crítica especializada -de hecho, la europea lo trata por lo general con mucha más benevolencia que la estadounidense- como entre los aficionados. La mayoría de estos últimos todavía permanecen conmocionados por la revelación que supuso aquel título, el clásico postrero del cine de terror del siglo XX, y muy especialmente por su sorprendente desenlace. Son espectadores que no se dieron cuenta después de que las tres películas que la sucedieron son incluso superiores a aquella: ya he dicho más de una vez que El protegido, Señales y El bosque me parecen no solo las tres mejores películas de quien pronto fue saludado como el sucesor de Steven Spielberg, sino también tres obras maestras incontestables del cine (fantástico o no). Y si no se dieron cuenta de eso, mucho menos podrían haberse percatado de que en su carrera posterior, a pesar de algunos tropiezos indiscutibles y sin necesidad de recurrir a su ya popular trilogía superheroica completada por Múltiple y Glass (Cristal), podemos encontrar propuestas tan interesantes como El incidente o La visita.
Y conste que Tiempo, suerte de episodio especial de The Twilight Zone concebido para la gran pantalla (¿y para una nueva generación de espectadores? Permítanme dudarlo) con ecos del primer Peter Weir de Picnic en Hanging Rock o La última ola, no me parece exento de errores: al margen de la presencia de un Shyamalan que sigue empeñándose en reservarse un papel aunque sea secundario por más que su talento para la interpretación es más que dudoso, al desenlace le sobra la última secuencia por reiterativa; tan reiterativa como algunos diálogos que en más de una ocasión caen en una verborrea que subraya innecesariamente explicaciones a las que el espectador podría llegar por sí solo perfectamente, o que en su defecto importarían bien poco. Esto es una pequeña tara que Shyamalan comparte con su colega Christopher Nolan; resulta curioso por tanto -y subrayo el curioso porque son directores muy diferentes en su forma de proceder- que ambos me parezcan los mejores realizadores del cine norteamericano actual de índole comercial. Pero si este último destaca por su ambición argumental desatada y su ampuloso sentido del espectáculo, Shyamalan se revela como el último cineasta clásico: en Tiempo vuelve a demostrar que nadie de entre los realizadores menores de sesenta años mueve la cámara ni emplea el sonido como él; y que es un maestro consumado de la sutilidad visual (sí, a pesar de esas explicaciones verbales), el fuera de campo y la composición del plano, pues es de los pocos que siguen trabajando más con la puesta en escena que con el montaje. Por ello considero que quienes le ponen tantos peros como he leído por ahí, o son incapaces de ver más allá de la anécdota argumental o poco les importa el lenguaje fílmico en comparación con aquella.
En cuanto al reparto, en general ajustado y siempre al servicio de lo que Shyamalan quiere contar, me gustaría destacar la labor de Vicky Krieps, a la que muchos descubrimos en El hilo invisible y que está llamada a ser una de las grandes actrices de nuestro tiempo a poco que le den algunos papeles que le permitan lucirse en pantalla (aunque sea en la pequeña, pues en apenas una semana estrena Beckett en Netflix). Junto a ella, los nombres más conocidos de un reparto carente de estrellas -el tiempo de estar al servicio de los grandes estudios y de rutilantes estrellas como Bruce Willis, Mel Gibson o Will Smith parece quedar ya muy lejos- son el mexicano (pero de alcance internacional) Gael García Bernal y Rufus Sewell, este último en uno de esos roles turbios a los que ya nos tiene acostumbrados. Pero, insisto, los intérpretes aquí son solo piezas del rompecabezas que Shyamalan maneja con la pericia habitual. Porque como ocurre muy pocas veces en el cine contemporáneo, aquí el director es la estrella.
Llegado este punto debemos destacar una de las principales novedades que supone Tiempo en la filmografía del realizador. Y es que acostumbrado a partir de ideas originales, solo en contadísimas ocasiones Shyamalan ha recurrido a un material de partida ajeno; además, ha sido precisamente esas veces cuando ha parido sus trabajos más mediocres: en la decepcionante Airbender adaptó una serie de animación previa, mientras que en la fallida After Earth se basó en una idea original de su protagonista Will Smith. Pese a estos fracasos, en Tiempo vuelve a recurrir a ideas de otros; pero esta es la primera vez en que recurre a un medio totalmente ajeno al audiovisual. Concretamente, al cómic; pero a un título en principio tan inesperado, por la latitud de origen y la naturaleza de la propuesta, como Castillo de arena, la bande dessinée escrita por Pierre Oscar Lévy y dibujada por el gran Frederik Peeters. Curiosamente, Lévy es un cineasta especializado en el género documental que concibió su premisa como un proyecto cinematográfico que acabó naufragando y al que optó por darle salida como novela gráfica... que, por esas vueltas que da la vida, ha acabado convirtiéndose en una película. Aunque, muy probablemente, se trate de una película bien distinta de la que aquel pretendía que fuese.
Y es que donde el realizador de La joven del agua explica pormenorizadamente la razón oculta de lo que les ocurre a sus personajes en ese desenlace -una vez más, sorprendente- al que, como ya he dicho, le sobra el minuto final, el libreto de Lévy apuesta más por un relato directamente alegórico, más sugerente y por tanto abierto a interpretaciones. No se explica ni justifica de modo alguno el episodio sobrenatural en el que se ven envueltos sus protagonistas, y se limita a reflejar cómo estos reaccionan a lo excepcional de la situación dejando que el lector saque sus propias conclusiones. De este modo, el cómic está más cerca de El ángel exterminador de Luis Buñuel -una de las referencias más obvias del film- que la propia propuesta de Shyamalan, quien renuncia al huis clos categórico a lo Polanski y se decanta más por el género del thriller de ciencia ficción. En cuanto al apartado gráfico del cómic, en un blanco y negro diáfano, qué decir: como siempre, es excelente. Pero de Frederik Peeters y de su obra volveré a hablarles en unas semanas, porque sobre él hay bastante tela que cortar y ahora mismo ya no tengo suficiente... tiempo.
En resumidas cuentas: que he conseguido hablarles de Tiempo y, espero, despertarles la curiosidad por ir al cine más cercano a verla sin contarles prácticamente nada de su argumento, y desde luego sin soltarles un irritante spoiler; algo que creo ya hicieron (y bastante más de la cuenta) unos tráilers cada vez más dispuestos a arruinar la experiencia que debería suponer ver una película por vez primera, sobre todo si es cine de género. Por cierto, y ya que hablamos de cine de género: la película en la que coincidieron Jack Nicholson y Marlon Brando es el wéstern Missouri, dirigido por Arthur Penn y estrenado en 1976. Si a los cinéfilos nos gustase la playa, igual alguno de los protagonistas de Tiempo habría contado con más ídem.
Tiempo se proyecta en cines de toda España; Castillo de arena está editado por Astiberri.