Testimonios dados en situaciones inestables

El tipo cerró los ojos y gritó con desesperación que tenía derecho a un último deseo

Tenía al tipo atado a una silla y encerrado en el sótano, y entonces llegó la orden de que debía liquidar el problema para siempre. Nunca cuestiono las órdenes, de modo que le puse la pistola entre los ojos y le dije que no era nada personal. El tipo cerró los ojos y gritó con desesperación que tenía derecho a un último deseo. ¿Un último deseo? ¿De dónde has sacado esa tontería? le dije.
El tipo temblaba y sudaba. Dijo que en las películas siempre se concedía a la víctima un último deseo, que era una forma de humanidad o algo así. Le dije que la humanidad era un asunto que me interesaba lo mismo que el cambio climático, pero como no tenía nada mejor que hacer le dije que soltara lo que tenía que decir y que no se pusiera en plan señorito pidiendo gilipolleces. El tipo sonrió de forma un poco patética y exagerada para darme las gracias, como si el hecho de haber conseguido un poco más de tiempo fuera un triunfo incalculable, lo cual provocó que estuviera a punto de arrepentirme de haberle seguido la corriente, pero ya que estábamos en ese punto, poco me costaba escuchar su petición. El tipo rebuscó dentro de sí haciendo una mueca de esfuerzo y colocando los ojos muy arriba a la derecha, y al poco recompuso el semblante y me miró con determinación para decirme que quería contar un chiste. ¿Un chiste? ¿Estás seguro de que quieres gastar tu último deseo en una cosa así?, le dije entre sorprendido y guasón. Agitó la cabeza con energía para confirmar su propuesta añadiendo que siempre había querido dedicarse a contar chistes en la tele o en los teatros. Le dije que me importaban un rábano sus extravagantes deseos de juventud, pero que un buen chiste siempre podía arreglar un mal día, así que dejé muy claro que esperaba que se esmerara porque no estábamos para perder el tiempo con soserías. Dijo de acuerdo y empezó a balbucear, como si tuviera un extenso repertorio de chistes al que echar mano y tuviera dudas importantes sobre cuál era el más adecuado para la ocasión. Puse cara de aburrida impaciencia y simulé pegarme un tiro en la sien con mi Beretta. Vale, vale, dijo él, y empezó a contar: “Johnson, de homicidios”. “Agente Gordon”. “¿Qué ha pasado?” “Asesinato de un varón de 39 años. Su madre le ha dado ocho puñaladas por pisar lo fregado”. “¿Han detenido a la madre?” “No, inspector, todavía está mojado…” [Pausa.] Se me quedó mirando con expectación, esperando una reacción que yo tardé unos segundos en fingir con una sosa imitación de sonrisa porque ya me sabía el chiste y, bueno, ya se sabe que sin sorpresa la gracia se evapora como un pedo en medio del desierto. Fueron uno segundos un poco tensos, porque el tipo esperaba de mí una respuesta un poco más positiva, y en seguida se dio cuenta de que la elección del chiste, de la cual dependía quizá su última posibilidad de supervivencia, no había sido la más acertada. Entonces abandonó. Se relajó completamente, soltó el aire que retenía en sus pulmones como si fuera el pago final por una deuda que arrastrara media vida, y dijo ¿ya está, de modo que así es como termina la cosa? [Pausa.] Le dije que ese era el problema de fondo, que todos esperamos demasiado del cuento que nos contamos a nosotros mismos a diario, pero que la triste verdad es que el chiste que es nuestra vida casi nunca tiene la más puñetera gracia y que al final a casi nadie le importa una mierda. Pues qué divertido, dijo agachando la cabeza mientras afuera se oían un par de ladridos insulsos y yo levantaba mi Beretta para ahorrarle tener que pasar el bochorno de reírse sin ganas.

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