Testimonios dados en situaciones inestables

En cuanto escuché la última campanada del año todo se quedó a oscuras

La última imagen que retengo del mundo antes del suceso es la visión de mi televisor con el patriotamente famoso reloj de la Puerta del Sol parcialmente eclipsado por mi mano en el momento de depositar pomposa y confiadamente en mi boca una uva que iba a traerme toda la suerte disponible en el canal Videncia TV, porque en cuanto escuché la última campanada de las doce de la noche del día treinta y uno de diciembre de 2011, todo se quedó a oscuras y en silencio, como si hubiera ocurrido un apagón de todos los sistemas dentro de mí.
Mi cuerpo también pareció desaparecer. Traté de imaginarme mis brazos y mis piernas e intenté moverlos, pero allí donde antes estaban ahora solamente parecía haber un vacío cósmico o trascendente. Aunque lo más aterrador es que sí había una cosa que seguía funcionándome perfectamente: la voz de mi conciencia. No hubo interrupción del pensamiento en el momento del apagón de todo mi yo físico, y la pérdida de todo mi mundo material se dio con una absoluta claridad para mi capacidad cognitiva. Allí, flotando en un limbo de palabras interiores que trataban de explicarse qué había ocurrido, sentí un pánico deforme, imposible de formular. Mi primer pensamiento fue que había muerto súbitamente al sonar la campanada número doce. Era la única explicación que se me ocurría. Por alguna cruel paradoja del destino, había sufrido algún tipo de ataque cardiaco o colapso fulminante, y el hilo de pensamiento que quedaba dentro de mí era eso que durante siglos otros habían intentado definir sencillamente como alma, espíritu, hálito vital y otras muchas palabras angulosas y de difícil manejo. Si eliminamos de la ecuación del momento el lógico horror metafísico, la sensación general era bastante placentera. Podía pensar perfectamente, incluso con una extraña claridad, pero no sentía peso ni malestar físico ni apetitos. Mi yo era como una categoría de conciencia, y su única cualidad o sustancia era una cristalina capacidad de autopercepción lingüística. No es exacto decir que todo lo que me rodeaba era negro, ya que no había espacio como tal, pero reconociendo la limitación descriptiva y para poder explicar lo que ocurrió a continuación, digamos que esa negrura producida por una ausencia total empezó a clarear delante de mí. Inmediatamente pensé en las historias que se contaban sobre el famoso túnel de luz con un gran resplandor al fondo que te llamaba. Estaba claro que era aquello, y realmente apetecía ir hacia él. Solamente con pensarlo pareció que me movía en dirección a aquella fluorescencia. Y cuando ya toda esa fría y ópticamente mareante blancura ocupaba mi yo exterior, retumbó una voz grave y firme diciendo: “Esto no es el final”. Sobreponiéndome al impacto logré formular una frase que también retumbo en aquel no espacio trascendente: “¿Qué me ha ocurrido? ¿Estoy muerto?” La voz respondió: “La especie humana ha sobrepasado los límites de déficit.” No entendí muy bien a qué se refería. Insistí: “Pero, ¿estoy realmente muerto?” Después de unos segundos inabarcables, la voz sentenció: “Vosotros lo llamáis muerte, nosotros lo llamamos recorte.” No me pida que le explique cómo salí de allí, ya que era evidente que no tenía piernas, pero le aseguro que lo que hice fue lo más parecido a correr por el túnel como lo haría un neutrino que huyera del mismísimo diablo; o lo que fuera aquello.

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