Testimonios dados en situaciones inestables

Estos niños deberían ser una simiente delicada que habría que cuidar con esmero

Otro año más llega septiembre y yo vuelvo a estar aquí, a poco de verme otra vez arrastrado por la corriente de estos pequeños riachuelos incontrolados transmutados en niños de seis años, niños dotados de una vida imprecisa y resbaladiza, una vida amenazada, ya me entiende, afuera el mundo es una cosa difícil de justificar o defender ante un jurado imparcial, un organismo feo y supurante lleno de eccemas y bacterias y gente salvaje y cruel y peligrosa, cómo lo diría, gente atiborrada de ideas completamente descabelladas y criminales.
[Está sentado en una silla de cocina con sus manos posadas sobre el maletín de profesor que está encima de sus rodillas, que permanecen forzadamente muy juntas, como si estuviera reprimiendo una necesidad física apremiante.] Estos niños son, o deberían ser, cómo lo diría, una simiente delicada que habría que cuidar con esmero, una esperanza para un posible, aunque improbable, advenimiento de la civilización (esta palabra me da un poco de risa depresiva y ganas de llorar, no puedo evitarlo), pero estos niños, que ante mis ojos empiezan a estropearse, a deshacerse como flores tempranas ante los primeros calores sudorosos del verano, ya me entiende, dan un poco de pena, no por lo que son (¡pobres angelitos!), sino por lo que probablemente terminarán siendo. [Mira de soslayo el techo de la cocina que queda a su izquierda, como si estuviera sopesando si decir lo que va a decir.] Sus padres, en general, cómo lo diría, deberían ser vigilados, controlados de alguna manera, por seguridad, deberían ser sometidos a pruebas, qué sé yo, a exámenes diversos de algún tipo, porque no es fácil mantener la tesis de que son una buena influencia, aunque les compren juguetes en Navidad o los lleven al médico cuando tosen, no sé, ya me entiende, son gente ya echada a perder, en general, quiero decir, son padres pero son gente, y tiene que saber que en su interior a la gente le importa una... un pepino los niños, son padres pero son gente adulta con todo lo que eso conlleva, empezando porque están de los nervios, como para ser ingresados en centros sanitarios especializados, gente adulta frustrada, de mala leche, egoísta, tiránica, caprichosa, intolerante, que da miedo [adelanta la cabeza como si fuera a hacer una confidencia comprometida], fra-ca-sa-da... [Vuelve resueltamente a la postura inicial.] Y rencorosa y llena de odio y con ganas de mandarlo todo al demonio, en general, quiero decir, dominados por la ira y por el deseo de destrucción, ya me entiende. [Esboza una mueca que no es fácil saber si quiere reflejar orgullo o asumido desencanto.] Por eso yo trato de instruirlos en el conocimiento auténtico de la realidad y les inculco una sana desconfianza a todo lo que les rodea. Quiero que sepan que la verdad es que el mundo los desprecia, en general, quiero decir, aunque los utilicen tan empalagosa y mezquinamente en la publicidad, no quiero crearles falsas expectativas, sería cruel por mi parte, sería ser un hipócrita, sería ser como el resto de la gente adulta, por eso yo les digo [estira el cuello con pompa] que se sienten muy rectos en sus pupitres, sí señor, y que se preparen para el dolor y para las mentiras que la vida les traerá, porque en definitiva, ellos también se convertirán en gente adulta, sí, y se odiarán a sí mismos con toda su retorcida y agrietada alma y, sí, por supuesto, también a todo los niños del mundo.

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