Hace calor III. La balada de los cajeros automáticos
Allí estábamos sudando como pollos, felices de saber que cada uno de nosotros está en el lugar que le pertenece
Los señores estirados que dirigen las entidades bancarias (léase la nueva aristocracia), en su afán de no mezclar su sangre con la de los plebeyos, decidieron en su día que el pueblo llano no debía traspasar el dintel de las puertas de sus oficinas. Estaban dispuestos a seguir administrando, no sin cierto asquito al tocar el dinero de los pelagatos, nuestros tristes salarios, nuestras parvas pensiones. Pasaban por domiciliar nuestros pagos a proveedores de suministros varios a cambio de unas “pequeñas” comisiones que los curritos, con sus escasas entendederas, estarían dispuestos a asumir a cambio de despreocuparse de esas obligaciones. Pero lo que no estaban dispuestos a soportar era ver nuestras feas caras de pobres en sus lujosas instalaciones.
Así que un buen día decidieron que tendríamos que operar por internet o acudir a sus cajeros automáticos a ingresar o retirar dinero. Esta medida, además de cumplir con el papel de institución benéfica que se le supone a toda entidad bancaria al evitar que se propaguen de unas escalas sociales a otras epidemias de piojos, tiña, rabia u otras propias de las regiones de los parias, les supuso a los nuevos señores feudales magros beneficios ya que pudieron cerrar oficinas y despedir a muchos empleados prejubilándolos anticipadamente a cargo de los impuestos de los imbéciles a los que les habían prohibido la entrada a sus palacios.
Faltaría a la verdad si no reconociese que la prohibición no fue general, porque es cierto que en un gesto magnánimo permitieron el paso a ancianos que no sabían utilizar las nuevas tecnologías ni enfrentarse a las fauces de aquellas máquinas empotradas en las paredes de sus edificios. Así, de paso, pudieron ofrecerles productos bancarios que a la larga dejaron sus ahorros esquilmados. También dejaron que se sentaran en sus corralitos separados por biombos jóvenes parejas o inmigrantes que firmaron su cláusula de esclavitud a cuarenta años creyendo que lo que hacían era adquirir una vivienda y otros que reverenciaron al ejecutivo que les aseguró que aquél dinero para el nuevo negocio se pagaría casi sin darse cuenta y cómodamente. Sí, se podía entrar, lo difícil luego era encontrar la salida.
Entre tanto sucedieron algunas cositas sin importancia como el colapso de la burbuja inmobiliaria de 2006 en Estados Unidos que luego se extendió a Europa por un “quítame allá esas pajas” de que se había construido unas poquitas casas de más que se habían valorado muy por encima de su valor real y luego se habían vendido con hipotecas que se concedieron alegremente a los piojosos de siempre que calcularon mal sus posibilidades y no pudieron pagarlas. Así que los “ingenuos” inversores que tenían millones en bonos basura se retiraron de los mercados recuperando lo que pudieron y hubo un sindiós de liquidez bancaria que produjo de rebote una gran crisis alimentaria y económica a nivel global.
De manera que hubo que realimentar al sector financiero, porque la gente se puede quedar sin trabajo, sin medicinas, sin casa, sin alimentos. Los trabajadores se pueden quedar sin derechos y con su salario congelado, los pensionistas se pueden arreglar con muy poquito para ir tirando y los jóvenes se pueden quedar sin presente ni futuro. Pero los países son inimaginables sin un sector bancario potente. Al menos eso es lo que pensaron los gobernantes… ¿Qué nos costaba hacer un pequeño esfuerzo?
...Rescatamos a los bancos, total fueron sesenta y tantos mil millones de euros de nada en España que luego nos iban a devolver nunca. Nos acostumbramos a vivir humildemente, arreglo a nuestras posibilidades y no como lo habíamos hecho hasta ahora, de mariscada en mariscada, cambiando de coche cada semana y con seis meses al año de vacaciones. Al fin comprendimos que no podíamos vivir así y pusimos nuestro destino en manos de los partidos que fueron capaces de reconducir esa situación y poner cada cosa en el sitio que le corresponde. Nos ha ido bien y por eso, cuando vamos a votar, repetimos siempre.
Todo este rollo que estoy metiendo se me ha venido a la cabeza porque hace un momento he estado en una de estas simpáticas entidades bancarias a las que un día tuvimos que echar una mano para que el sistema siguiera funcionando y el mundo no se echara a perder. No debería aprovechar un artículo periodístico para hacer publicidad de ningún negocio pero, ¡qué coño!, BANKIA lo vale porque no en vano metimos allí 22.200 millones de euros con todo nuestro cariño para que no quebrase…
…¿Qué estaba diciendo?... ¡Ah, sí, sí! Que he estado en el chiringuito que tienen a la entrada con tres cajeros automáticos para que mis indignos pies no ensucien sus alfombras. Allí estábamos unas cuantas mujeres y unos cuantos hombres esperando nuestro turno para sacar algo de dinero. Todos resoplando y algunas dándose abanicazos en el pecho porque hasta ese espacio no llega el aire acondicionado para facilitar la pérdida de peso por exudación de los que tan dados somos a alimentarnos malamente y al sobrepeso... Aunque también puede ser que con los 703 millones de beneficios que tuvo la entidad en 2018 no llegue para muchas cosas.
Allí estábamos sudando como pollos. Satisfechos, felices de saber que cada uno de nosotros está en el lugar que le pertenece.
Por: Felipe Navarro
No he leído en mi vida un artículo más demagogico que éste. Por no calificarlo de otra forma.