Que la gala de los últimos premios Goya se celebrase con todos los invitados presentes desde sus casas en formato online no fue la única particularidad de esta ceremonia; ni siquiera la más importante. Lo que cuenta, o al menos debería contar y mantenerse en ediciones venideras -porque lo que sí es seguro es que el público volverá a las galas, como a cualquier otro sitio-, es una hasta ahora inusual paridad en las nominaciones: casi la mitad de las mismas -concretamente, un 41%- han correspondido a mujeres profesionales de nuestro cine.
Esta feliz situación, inédita hasta la fecha, se ha plasmado no solo tras las cámaras sino también delante, pues un buen número de las ficciones que han acaparado el mayor número de premios están protagonizadas por personajes femeninos. El caso más radical es el de Las niñas, en la que no aparece ni un solo personaje masculino de enjundia, y que después de arrasar con otros muchos galardones por aquellos festivales por los que ha ido pasando en plena pandemia se llevó para casa el premio gordo de la noche, el de mejor película del año, además de los de mejor dirección novel, mejor guion original y mejor fotografía. La concesión de este último galardón a Daniela Cajías ha hecho historia, al convertirse esta en la primera mujer premiada en tal categoría a lo largo de toda la historia de estos premios. Los otros dos galardones fueron a parar a manos de Pilar Palomero, una debutante en el terreno del largometraje de ficción que para su puesta de largo ha optado por rememorar lo que fue su infancia y la de otras niñas cercanas a la adolescencia a comienzos de los años noventa. Mucho se ha criticado, imagino que por parte de quienes fueron a escuelas laicas, que la educación que muestra la película les parezca más propia de los setenta que de dos décadas después. Servidor, que como las protagonistas cursó la extinta EGB en un colegio católico (por más que fuese durante los ochenta), y que asimismo tuvo amigas de edad similar escolarizadas en colegios de monjas que alguna cosa le contaron en más de una ocasión, no duda en la correspondencia de lo mostrado en pantalla con lo vivido por su principal responsable; más todavía, habida cuenta de que tampoco me cabe la menor duda de que por aquel entonces, y sospecho que muy probablemente también ahora, se era mucho más permisivo con los chicos que con las chicas. Porque las cosas, lamentablemente, no habían cambiado tanto por mucha campaña publicitaria del “Póntelo, pónselo” que se emitiese en televisión cada dos por tres.
De esta forma, la película de Palomero se sumerge en los recuerdos de su realizadora para retratar a Celia, una preadolescente a la que da vida una magnética Andrea Fandos capaz de no amilanarse y de mantener el tipo enfrente de quien encarna a su madre, una Natalia de Molina que siempre brilla a gran altura en cualquier papel que le toque en suerte, si bien (como aquí) destaca particularmente en el registro dramático. Es en el devenir diario de la pequeña, en sus relaciones con su madre y sus amigas, en donde se refleja a la perfección el paso de la infancia a la adolescencia, cuando surgen no solo los primeros cambios físicos, sino también las primeras inquietudes de corte existencial que afectan a nuestro lugar en el mundo, nuestras raíces y nuestras creencias. Todo ello viene arropado por una recreación fidedigna pero no agobiante ni subrayada en exceso de aquel 1992 de las Olimpíadas de Barcelona y la Expo de Sevilla, en los que Francisco Umbral acudía invitado al programa de Raffaella Carrà (a quien no se la montó como a Mercedes Milá); las cintas de cassette se rebobinaban empleando un bolígrafo Bic; y quienes llenaban en los conciertos eran no solo unos todavía primerizos Héroes del Silencio, sino también bandas que surgieron a rebufo de aquellos o con las que incluso compartieron integrantes, como los igualmente zaragozanos Niños del Brasil. Unos años, en resumidas cuentas, que yo viví en su día como adolescente y a los que he vuelto ahora como testigo privilegiado desde la comodidad del sofá.
Como ocurre también de vez en cuando en los Oscars, no siempre la galardonada como mejor película del año es la que acapara el mayor número de premios, e incluso esta a veces ni siquiera llega a competir en la categoría reina. Este es el caso de Akelarre, espléndida cinta ambientada en una época no tan espléndida (sobre todo para las mujeres), incomprensiblemente no nominada como mejor película, pero que finalmente superó en un Goya a Las niñas al hacerse con los premios a la mejor música, dirección artística, diseño de vestuario, efectos especiales y maquillaje y peluquería. La acción, ambientada en 1609 y en lo que hoy es el País Vasco, se centra en el proceso de acusación de brujería a seis chicas de un pequeño pueblo pesquero por parte de la Santa Inquisición. Esta última, personificada en el rol de juez a cargo del siempre excelente Àlex Brendemühl; secundado a su vez por el actor argentino Daniel Fanego, que para quien esto escribe y a pesar de su veteranía ha sido un deslumbrante descubrimiento. Tan deslumbrante como el de Amaia Aberasturi, que con justicia fue nominada como mejor actriz en reconocimiento de su labor, y que pone toda la carne en el asador al encarnar a la principal protagonista de un relato en el que no es difícil establecer un paralelismo con muchas de las desigualdades de género que se han perpetuado a lo largo de varios siglos y que todavía siguen vigentes. Tanto es así que la cinta se nos puede antojar más próxima a Mustang que a La bruja, para entendernos.
Pero tal y como acreditan los múltiples premios recibidos, las interpretaciones de su elenco sin fisuras no son el único atractivo de este film que comparte título y temática con el Akelarre de Pedro Olea estrenado a mediados de los ochenta: cabe destacar también la propuesta visual de la cinta, en la que el director Pablo Agüero se aparta de las convenciones formales del cine de época; como él mismo dijo en una entrevista, por qué recurrir a una cámara más estática que dinámica si en aquellos tiempos no existía cámara alguna. También resulta espléndida la banda sonora, tanto la incidental como muy especialmente la diegética, y el parecido con la letanía de cierto momento de Retrato de una mujer en llamas es lo de menos. Finalmente, el uso narrativo que se hace de la lengua euskera (ese dialecto bárbaro, a decir de la corona y la iglesia de entonces) acaba siendo de lo más sugerente, e invalida -o debería invalidar, pero vayan ustedes a saber ante tantas barbaridades como se han hecho antes- cualquier posibilidad de una versión doblada 100 % al español.
Al margen de Adú, cinta que obtuvo cuatro premios (entre ellos el de mejor dirección para Salvador Calvo), la otra gran triunfadora de la noche fue Ane, que acaparó tres premios todos ellos de primera categoría: mejor guion adaptado, mejor actriz protagonista y mejor actriz revelación. Estos últimos les correspondieron respectivamente a Patricia López Arnáiz y Jone Laspiur; la primera, a pesar de no ser una actriz muy conocida y contar con competidoras tan potentes como Kiti Mánver o Candela Peña, estaba en todas las quinielas gracias a su poderosísima encarnación de una mujer que tiene que ejercer de madre separada y vigilante de seguridad a un tiempo y que ve cómo su mundo se tambalea (todavía más) cuando su hija desaparece de buenas a primeras. Esta última es el papel que recae en manos de una estupenda Jone Laspiur, quien también está presente en Akelarre como una de las jóvenes acusadas de brujería, y que de esta forma logra uno de los debuts (dobles) más exitosos del cine español reciente.
No podemos dejar de destacar que la cinta, más aún que Akelarre puesto que aquí no hay Santa Inquisición que valga, está hablada en vasco casi en su totalidad; lo que aporta una importante dosis de verosimilitud al retrato que hace de la ciudad de Vitoria en el año 2009. Un lugar y un momento en los que todavía faltaban dos años para que la organización terrorista ETA anunciase su alto el fuego y donde todavía se percibe la tensión en un ambiente en el que cada desconocido que se cruza en mitad de la noche es percibido como una posible amenaza. Así son el guion, escrito a cuatro manos por el director David Pérez Sañudo y Marina Parés (otra mujer, tomen nota) y su consiguiente puesta en escena: sutil, sin estridencias, dispuesto a dejarle espacio al espectador para que este coloque las piezas que faltan. En esto incide su espléndido final, conveniente y convincentemente abierto para que a la platea, ya plenamente identificada con las cuitas de su protagonista, se le encoja el corazón ante el abanico de posibilidades que se le presentan. En efecto, alcanzar el final perfecto es todo un arte, y de ello pueden presumir las tres películas comentadas como otro rasgo en común: el de Akelarre bordea la perfección conceptual, y le da sopas con honda a uno parecido y muy mítico de una película igualmente mítica de comienzos de los noventa (y que no desvelaré para no caer en el imperdonable spoiler); y el de Las niñas, que no por menos cantado (me perdonen el chiste, que entenderán si la han visto ya), es de esos que -si no lo habían logrado ya durante todo el metraje anterior- se ganan al espectador de calle.
En resumidas cuentas: tres películas excelentes, que al menos al que esto firma le resulta imposible colocar en un orden de preferencia sobre el podio, que certifican el buen estado (artístico, al menos) del cine patrio, y que abren una puerta a la igualdad de oportunidades que no debería volver a cerrarse jamás. Todo ello, sazonado con un buen número de Goyas que en esta edición también han concedido su premio honorífico a una mujer: la genial Ángela Molina. Quien llegó a trabajar con Luis Buñuel en su ultima película y terminó convirtiéndose en musa de realizadores como Manuel Gutiérrez Aragón, Jaime Chávarri o Pedro Almodóvar ya había sido nominada en cinco ocasiones, pero hasta ahora se había quedado incomprensiblemente sin premio. Un acto de justicia, pues, el de este Goya para la actriz madrileña; y un acto de justicia más, y no el más importante, de estos Goya.
Las niñas y Ane están disponibles en Movistar+; Akelarre está disponible en Netflix España; las tres están disponibles con opción de alquiler en Filmin.