Cultura

La miseria humana

A la llegada a nuestras butacas nos encontramos con una bruma vaporosa llenando ese enorme espacio vacío que se alza desde nuestras cabezas hasta el cielo del teatro. Una especie de humo que bien podría ser una mezcla de tabaco, neblina nocturna y humos procedentes de los respiraderos del metro o de los tubos de escape de miles de vehículos. Una niebla que recuerda una habitación cargada o una ciudad cargada, tal y como se presenta la ciudad de Nueva York en muchas películas de mediados del siglo pasado. Así se presentaba Glengarry Glen Ross.
Después, tras oscurecerse la sala, una enorme estructura recreaba el espacio de un club con predominancia de los tonos rojizos. Un club quizás demasiado grande, demasiado vacío, que enmarcaba toda una primera serie de duetos entre los personajes del drama. Así, en parejas, se iban presentando los personajes, mostrando sus debilidades frente al problema principal: todos eran vendedores y todos estaban expuestos a un recorte de personal que dependía de las ventas realizadas durante el mes. Y así, con unos diálogos maravillosamente trabajados para desenredar las miserias del alma humana, los personajes descubrieron sus motivaciones y su carácter, sus intenciones para salvarse del despido.

No ayudó demasiado la solitaria estancia puesto que lejos de esconder las viles estrategias propuestas por los personajes para lograr su objetivo, lejos de acercar a los personajes para realizar sus tratos o para crear sus conspiraciones, los exponía al plano general. Un plano más dado a la declamación y a las relaciones abiertas.

Luego todo cambió. Un segundo acto donde la enorme tramoya transformó el escenario en una detallada oficina neoyorquina y reunió a todos los personajes para que todas las conspiraciones se desarrollaran tanto en el escenario como en la cabeza de los y las espectadores. Con los siete personajes en escena la obra cobró dinamismo, se alejó de la verborrea insistente del primer acto y dejó que todas las redes invisibles que se habían tejido anteriormente jugaran con la trama, una apuesta que contaba con los prejuicios del público hacia los personajes, con las suposiciones que el público daría por sentadas. En este juego de personajes sería importante destacar a dos grandes intérpretes: Carlos Hipólito, uno de los más grandes de nuestra escena; y a Gonzalo de Castro, quien realizó un trabajo excelente, no sólo alejado de los clichés por los que lo reconoce el gran público, sino dando en la diana de un personaje en al que hubiera sido más sencillo acercarse configurando una máscara, un tópico mucho menos detallado.

Para cerrar, dejemos a David Mamet: “Con el drama hemos creado la oportunidad de enfrentarnos a nuestra naturaleza, a nuestras acciones y a nuestras mentiras. Pues el tema del drama es la mentira. Y al final del drama, la verdad –que ha sido omitida, pasada por alto, desdeñada y negada– se impone. Así es como sabemos que el drama ha terminado.” (D. Mamet. Los tres usos del cuchillo. Alba Editorial. 2001.)

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