La panadería
Más les valdría a los políticos locales pedir la vez en las colas, donde el pueblo sabio verbaliza sus preocupaciones más profundas
Vivo al lado de una panadería de las que todavía no ha recibido ningún premio, aunque se lo merece. El pan desprende el olor del amor de las madres protectoras que peinaban con mimo a sus hijas antes de salir hacia el colegio y las trabajadoras que atienden en el mostrador te envuelven en el papel la misma cantidad de harina que de cariño. ¿Eso es o no es de premio?
Como os digo, veinte metros escasos separan mi casa de la puerta de “mi panadería”; treinta y tantos si tenemos en cuenta que vivo en un segundo y añadimos la longitud de la altura. De modo que, asomándome al balcón puedo saber si, por la afluencia de clientes, es el momento oportuno de bajar a comprar el pan o si, por el contrario, me conviene esperar otro mejor. En resumen, un chollo: buen pan, buen trato e información privilegiada.
La pandemia nos trajo aquellas cosas horribles que todos recordamos; estuvo a punto de cambiar nuestro himno nacional por el “Resistiré” que tanto molaba y ha quedado en nada; convirtió en héroes a los sanitarios y a otros trabajadores que después han sido recompensados con la subida de sus salarios menos de la mitad de lo que han subido los precios; nos puso frente a una sociedad que se acuerda de Santa Bárbara solo cuando truena y delante del espejo que nos devuelve la imagen testaruda de que no aprendemos nunca porque en cuanto sale el sol nos olvidamos de todo lo que perdimos en la tormenta.
No obstante, ha dejado alguna buena costumbre que, posiblemente, no está tan mal. Antes las personas se empeñaban en entrar en lugares donde no quedaba un centímetro cuadrado y se producían situaciones en las que, por el roce o por el olvido de desodorante, el contacto humano podía llegar a resultar incómodo. Ahora la gente hace cola en la calle cuando el sitio al que acude no mide más de seis metros cuadrados, lo que cada mañana me permite observar el tamaño de la fila y tomar decisiones.
Veremos lo que dura la nueva costumbre. Por lo pronto a mí me da la ventaja de que puedo elegir el instante más oportuno para comprar mi barra. Salgo al balcón y si hay poca gente esperando en la puerta del despacho de pan, no bajo.
El momento ideal es cuando se forma una gran cola que obliga a los viandantes a pedir permiso para transitar por ese tramo de acera, las mamás con carrito se cabrean porque las de la cola están a lo suyo y no las dejan pasar con sus bebés y los repartidores que llegan a dejar mercancía tienen que darles a los clientes con los paquetes en los morros para que se hagan a un lado.
¡Esa es la aurora que anhelo! Me quito las zapatillas de estar por casa, me pongo unos zapatos a la carrera y bajo de dos en dos los peldaños de las escaleras para incorporarme al grupo de las que esperan su turno. (Digo “las” como podría decir “los”, pero digo “las”).
Otro día más que no tendré que comprar los periódicos, ni oír la radio, ni gastar luz encendiendo el ordenador para buscar las noticias recientes y, lo que es más importante, el análisis de las mismas. En esa cola sé que el conocimiento que a otros les cuesta tanto adquirir a mí me va a llegar sin esforzarme y por el viejo método de la oralidad popular.
¡No es coña! Y más les valdría a los políticos locales pedir la vez en las panaderías, en los cajeros de los bancos, en la oficina de Iberdrola o del agua o en cualquiera de esos sitios en los que pagar te da derecho a que te humillen. Allí, además de toda la información desinteresada que se transmite, el pueblo sabio verbaliza sus preocupaciones más profundas. Seguro que con unas cuantas colas pondrían menos ocurrencias en los programas electorales.
Si se afina el oído se puede tener una idea general de por dónde van las cosas. Pero con esta moda de la posverdad hay que andar con tiento a la hora de elegir la “fuente”. El otro día, en “mi panadería”, una señora que por su aspecto estaba trabajando a tiempo completo o parcial o vaya usted a saber, se dirigió a los allí presentes mostrando un gran malestar porque los cuatro desgraciados que trabajan en España tenían que pagar los sueldos de tooooodos los parados, los jubilados y, en general, los vividores de este país que ella, casualmente, identificaba entre la gran mayoría que no acostumbra a amarrar yates en los puertos deportivos.
No hubo aplauso. Ninguna observación. No hubo nada. Los allí presentes sabíamos distinguir una fake new de una noticia verídica y conocíamos las estrategias de los divulgadores de falsedades que siempre están esperando las réplicas para seguir contaminando con sus contrarréplicas. ¿Tenía razón? ¿Es España un paraíso para esos vividores del mendrugo? ¿Es un infierno para quienes viven de su trabajo y si no tuvieran que destinar parte de su sueldo a esos menesterosos, en poco tiempo podrían llegar a convertirse en millonarios? ¿Tenía la buena señora los datos de los beneficios de la banca, de las eléctricas, de Ferrovial? ¿El babero de trabajo que llevaba se lo había comprado en Versace?
No hubo preguntas y continuamos con otras conversaciones más provechosas confiando en que aquella mujer, una vez cumplido el deber de difundir sus opiniones, regresara a su casa a pedirle a sus santos por la solución del problema que, como defienden los ideólogos del liberalismo, la competitividad y la felicidad de las cañitas, pasa por eliminar esas pensiones y que los que no tienen trabajo o capacidad para trabajar se busquen la vida en los contenedores.
Por: Felipe Navarro