Literatura

«La tarta de pera» (Concurso de Relatos Breves San Valentín 2013)

La tarta de pera de este año lleva más flan que nunca. Siempre nos ha gustado mucho tanto a ella como a mí y por ello, en cada cumpleaños, no hemos dejado de soplar las velas con ella de testigo. No es una receta complicada ni excesivamente elaborada y quizá, por esa misma razón, siempre nos ha gustado. La combinación de flan, nata –siempre que la hago yo le pongo poca, me gusta así–, bizcocho amerado y pera en almíbar resulta magnífica.
Nunca, desde que ella está ingresada, he dejado de prepararla yo mismo para llevársela el día de su cumpleaños, ¡no puede ser de otra manera! Debo aferrarme a lo que nos une todavía. A lo que ha hecho que la historia de amor que vivimos no sea una más, sino la nuestra. La historia de un amor fraguado paso a paso, descubriéndonos mutuamente nuestras fases de niños a adolescentes y de jóvenes a adultos. Nuestras pequeñas tradiciones, la cotidianidad que nos marcamos y los gestos que hicimos sagrados me aplastaban como losas al principio y ¡mira lo que son las cosas! Son los vestigios de nuestro amor, las brasas de aquel fuego, lo que me une a ella. Como el cordón umbilical de un bebé a su madre. Además, un poco más o un poco menos, siempre la prueba y se le escapa de la comisura de los labios una leve sonrisa.

En el centro –me gusta llamarlo así ya que rehúyo de la palabra psiquiátrico– todos me conocen: me saludan religiosamente e incluso entablo conversación con los más solícitos. Especialmente, hay un joven que es muy simpático y que tiene conmigo sonrisas y afecto. Yo le llamo el “chico”. Alguno me dice, incluso, que estoy demasiado obstinado con la visita, que debería dedicarme, aunque tan sólo fuera un día de vez en cuando, para mí, para mis cosas, para escribir, meditar, escuchar música... Me repiten que voy a enfermar yo también y que es bueno –incluso vital para su recuperación– que esté con ella pero sin ser tan porfiado ya que la recuperación va a ser lenta, y que no debo mimetizarme tanto. Así, cuando esté bien del todo, cuando no necesite los fármacos y sus estímulos sean los correctos, podré estar ahí al cien por cien para darle mi mano y ayudarla a salir del todo de ese pozo en el que se hundió.

Sin embargo, a mí me gusta estar con ella todos los días. Menos los fines de semana que la visito por las mañanas, de lunes a viernes lo hago bien entrada la tarde. Sus ojos reaccionan cuando la llamo y le comento qué me ha ocurrido a lo largo del día. Si hace mal tiempo le leo novelas y revistas del corazón –siempre le han gustado– y si hace bueno salimos al pequeño jardín del que aquí se dispone. No es ni demasiado florido ni está especialmente bien distribuido pero noto que le gusta. Nada más sea por sentarnos en un banco –como hace tantos años– ó, simplemente, para despejar la mente con el aire fresco. Todos los días cuando me despido de ella pienso en el siguiente y algo, muy dentro de mí, me dice –no lo puedo evitar– que la próxima vez todo habrá pasado y será como antes. Me imagino que la reacción al verme será la misma que cuando nos encontrábamos en casa. Acierto a ver que me besará, que me acariciará la cabeza y charlaremos largamente, durante horas. Como solíamos hacer.

A pesar de llevar –yo diría que demasiada nata– la tarta está buenísima. La he probado con ella y esta vez no hemos podido evitar, al unísono, que una sonrisa, de nuevo, aflorase en nuestra boca. Sin embargo, sus ojos siguen tristes. Hoy, como ha estado lloviendo toda la tarde no hemos podido salir afuera ¡otra vez será! Al despedirme hasta el día siguiente le he dado un beso en la frente. Y hasta el chico –tan afectuoso como siempre– me ha dicho antes de acostarme:

-¡Hasta mañana, amigo, que por hoy, con eso de que eres un año más viejo ya está bien de emociones!

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