La verdad importa
Abandonad toda esperanza, salmo 501º
A la hora de ver o no una película, la opinión de mis amigos cinéfilos es un criterio del que me fío bastante. Por ello presté atención cuando mi compañero Jesús Lens, del que les hablé la semana pasada, se expresaba en estos términos en su columna del diario Ideal de Granada: "Una recomendación a modo de orden imperativa: vayan al cine a ver La gran apuesta. Volando. Vayan a ver la gran favorita para los Oscar de este año porque es una bofetada de realidad [...] una película modélica, complicada, chispeante y terrible; todo a la vez. Un filme que [...] nos reconcilia con un cine que apela a la inteligencia de los espectadores". Pocos días después Fernando Marías, amigo de ambos y escritor al que los dos admiramos profundamente, decía esto otro en su perfil de Facebook a propósito del film dirigido por Adam McKay: "La película más indecente que he visto nunca. Lo grave no es que todo resulte un galimatías incomprensible para quien no sea economista. No. Lo grave, lo indecente, lo repulsivo, es cómo presenta a sus cuatro protagonistas, lobos de Wall Street, sufriendo atroces crisis de conciencia por enriquecerse gracias a los sucesos que abocaron a la ruina y la miseria a millones de personas. Lehman Brothers eran en realidad Karamazov Brothers, y nosotros, imbéciles de nosotros, no nos habíamos dado cuenta de la tortura permanente de sus almas hasta que llegó esta película. Repulsión". Parece mentira que los dos, Lens y Marías, que comparten entre sí y con el que firma esto varias filias y fobias cinematográficas (las literarias, que también las hay, las dejo para otra ocasión), estén hablando de la misma película. Por supuesto, el morbo se servía en bandeja; y ahora que escribo estas líneas un par de horas después de verla, y aun entendiendo el análisis de Marías, me veo en la obligación de darle la razón a monsieur Lens: no creo que haya que comprender todos y cada uno de los conceptos que se mencionan en la película para entender el sentido global de la misma, ni tampoco creo que sea un relato maniqueo (a fin de cuentas, apenas un par de personajes se plantean cuestiones morales al hilo de sus actos); por otro lado, que el director haya recurrido a ciertos estilemas (la voz narrativa, el montaje acelerado, los saltos espaciotemporales) del díptico gangsteril de Martin Scorsese formado por Uno de los nuestros y Casino es toda una declaración de principios a propósito de cómo interpretan McCay y su coguionista Charles Randolph muchas acciones de los que se movían en las altas finanzas de Wall Street durante la década pasada, y que dieron lugar a la explosión de la burbuja inmobiliaria y a la crisis económica mundial de la que todavía tardaremos mucho en salir del todo. En resumidas cuentas: a mí, que para sumar dos y dos necesito contar con los dedos de la mano, me ha parecido tan divertida como terrible, a la vez que una propuesta necesaria para entender cómo hemos llegado hasta aquí... y adónde parecemos abocados a volver, a tenor de lo que cuentan los últimos segundos de la película.
La otra cinta de la que quería hablarles hoy es una de la que llevo queriéndoles hablar desde que la vi hace semanas porque no consigo quitármela de la cabeza: me refiero a Spotlight, que tiene en común con la cinta de McKay el estar basada en hechos reales acontecidos en un pasado reciente y el ser uno de los títulos favoritos para los próximos Oscar (asunto sobre el que volveré en breve), además de estar firmada por otro director que hasta el momento también había pasado más o menos desapercibido y que ahora es uno más de los favoritos de la crítica especializada. En este caso se trata de Tom McCarthy, que demuestra -como hizo en su día el malogrado Alan J. Pakula en aquella obra maestra titulada Todos los hombres del presidente- que una investigación periodística puede ser tan trepidante como un relato de suspense, al menos si gira alrededor de un tema tan polémico y candente (¿se han enterado del asunto del Colegio de los Maristas en Barcelona?) como el de los abusos sexuales a menores por parte de miembros de la Iglesia Católica (tema que también trata, aunque de modo distinto, otro film reciente: la chilena El club). En efecto, Spotlight narra el caso real de cómo un equipo de periodistas de investigación del Boston Globe ganó el Pulitzer por destapar en el año 2002 (poco más o menos al mismo tiempo que el personaje de Christian Bale en La gran apuesta vio venir la caída del mercado de la vivienda) todo un entramado político por parte de la archidiócesis local para encubrir a los sacerdotes sospechosos de cometer actos de pederastia según un código de silencio similar a la omertà de la mafia siciliana. Para ello McCarthy ha construido un thriller memorable a golpe de libreta y bolígrafo para el que reclutó a un reparto excepcional encabezado por unos estupendos Mark Ruffalo y Michael Keaton, y donde destacan en papeles breves actores aquí espléndidos como Billy Crudup, Jamey Sheridan o un descomunal Stanley Tucci.
Y ya que hablamos de intérpretes, señalemos que otro rasgo en común de ambos filmes es que ninguno de los dos pasaría el célebre test popularizado por la autora de cómics Alison Bechdel: aquel por el cual un film, para superarlo y como primer requisito, ha de contar al menos con dos mujeres entre sus personajes principales. De las otras dos condiciones, que ambas mujeres dialoguen entre sí y que no sea sobre hombres, ya ni hablamos: los protagonistas de las películas que nos ocupan hoy son casi en su totalidad actores, quedando las actrices relegadas a un segundo plano con la salvedad de Rachel McAdams en Spotlight. Bien es cierto que podría argüirse que ambas están basadas en sucesos reales protagonizados por hombres, y acto seguido habría que considerar que tal aseveración no diría nada bueno del mercado laboral estadounidense de hace apenas un par de lustros. Otro asunto, pues, que ambas películas se encargan de denunciar, aunque sea sin querer.
Volviendo a los Oscar, que también andan preocupados con el asunto de las cuotas de igualdad (en este caso, la que aboga por la presencia de intérpretes negros), les informo de que a lo largo de su historia solo se han concedido galardones ex aequo en seis ocasiones; el más celebrado, el que premió a las actrices Katharine Hepburn y Barbra Streisand en 1968. Jamás ha ocurrido con el premio gordo de la noche; y a mi parecer, y a falta de ver tres de los ocho títulos nominados como mejor película (incluyendo la favorita, El renacido, que sospecho tampoco pasaría el Test Bechdel), este debería ser el año de La gran apuesta y Spotlight. No el de Ridley Scott, ni siquiera el de Spielberg, y mucho menos el de George Miller. Las películas de McKay y McCarthy deberían compartir la mención a la mejor película del año, porque ambas lo merecen y porque ambas son necesarias para comprender que el mundo del crimen trasciende los asesinatos de las páginas de sucesos. Pero como esto es algo que no va a pasar, si me piden que elija solo una optaría por Spotlight: no tengo claro que sea la mejor, pero sí me parece la más relevante: por lo que cuenta, y porque hace falta que el tirón mediático de los Oscar lleve a la gente a hacer cola en los cines y a reflexionar sobre el hecho de que quizá un mundo en el que el oficio religioso y todo lo relacionado con los credos y la fe esté separado del ente público sería un mundo mejor. Porque estoy en profundo desacuerdo con aquello que dijo alguien anónimo en un restaurante de Washington según se cita en La gran apuesta: "La verdad es como la poesía. Y a nadie le importa la puta poesía". No sé si la verdad y la poesía se parecen en algo más, pero sí sé que tienen en común que ambas importan. Sobre todo la primera.
La gran apuesta y Spotlight se proyectan en cines de toda España.