Testimonios dados en situaciones inestables

Las máquinas la unen a una vida que quizá para ella solo es el eco de su propio latido

Me paso el día sentada al lado de la cama de mi hija de ocho años leyéndole cuentos o cualquier otra cosa que creo que le puede ayudar. Mi hija está en coma desde hace poco más de un año, después de sufrir un accidente de automóvil. Un tipo iba al volante de su todoterreno Mercedes último modelo trasteando su Smartphone de última generación y se llevó por delante nuestro pequeño utilitario conducido por mi marido cuando volvía de recoger a nuestra hija del colegio.
Mi marido murió camino del hospital. Mi hija quedó sumida en una quietud súbita, con múltiples fracturas que poco a poco se fueron curando. Pero su mente quedó cerrada a este mundo lleno de maravillas, interrumpiendo el natural proceso de una niña de siete años de poder conocerlo y disfrutarlo de verdad. Las posibilidades de que despierte son inciertas. Todos los datos señalan que no hay autonomía en su cuerpo para ello. Las máquinas la unen a una vida que quizá para ella no sea nada, apenas el eco de su propio latido como un código morse privado que balbucea una pregunta. [Las dos manos sobre el libro que descansa cerrado sobre sus piernas parecen dos arañas a la espera de algo.] Pero yo le leo libros de variada naturaleza porque creo que mis palabras llegan a su interior y adquieren sentido y se transmutan en cosas en su mente ocupando el espacio infinito de su imaginación, y así ella puede verlas y reunir los conocimientos y fuerzas necesarias para despertar y regresar a este mundo. Porque si dentro de mi hija (mi niña, mi epopeya, mi milagro impenetrable, mi silencio ensordecedor) su sangre sigue realizando el complejo y monótono recorrido de su cuerpo sin detenerse, y sus órganos laten y segregan y procesan, y si ella entera sigue cumpliendo a la perfección las leyes fundamentales de la vida, debemos aceptar que vive, y que lo más lógico es que debe haber una vida creciendo y expandiéndose en el prodigioso espacio de su mente; porque si no, ¿qué sentido tiene que la vida siga dentro de ella si no es para terminar despertando y regresando a este mundo? [Las manos sobre el libro se mueven con el nerviosismo de dos animales enjaulados.] Empecé leyéndole cuentos como Caperucita Roja o El lobo y las siete cabritillas, con la intención de que fuera comprendiendo los mecanismos básicos de la naturaleza humana, pero pronto me di cuenta de que debía profundizar más y le leí libros como El ser y el tiempo de Heidegger o El ser y la nada de Sartre para que pudiera entender los abismos del ser, ella que estaba hundida en uno impuesto por la estupidez humana. En seguida comprendí que debía ir al fondo de la cuestión si quería conseguir que la acumulación de información generara los sentimientos exactos que la ayudaran a despertar igual que una cañería que revienta, y le leí libros como Sobre el mal de Terry Eagleton o Informe sobre la banalidad del mal de Hannah Arendt. Ahora estoy leyéndole La naturaleza del odio de Robert Stenberg, y estoy convencida de que pronto abrirá los ojos llena de rencor y de ira, y después crecerá rabiosa como una loba atada con una correa de espinas; y así, cuando tenga la edad adecuada, las dos juntas haremos lo que solamente nosotras podemos hacer, lo que es nuestro destino hacer.

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