Leyendo en el tren
Abandonad toda esperanza, salmo 246º
Por esas cosas de la vida últimamente me veo en la tesitura de tener que viajar bastante en tren, y cuando digo bastante quiero decir muchísimas horas; lejos de suponer el martirio que algunos podrían imaginar, esto me está permitiendo recuperar la dinámica lectora y reducir considerablemente el volumen de títulos pendientes. Espero que esta situación se mantenga durante el tiempo necesario como para poder leer los últimos libros de A. S. Byatt, Thomas Pynchon y Stephen King, o la ficción que Dan Simmons le dedica a Charles Dickens y su colega Wilkie Collins. Si alguien ha ido al gimnasio cargado con alguno de ellos para fortalecer bíceps sabrá que estoy pensando en bastantes meses. O incluso eones.
Por todo ello he podido saldar al fin una cuenta pendiente y dar buena ídem de lo último de Paul Auster, que llevaba desde hace meses vigilándome desde la estantería y recriminándome que lo ignorara tan alegremente. Alguien dijo que podría ser la mejor novela de su autor; ya les digo yo que no es verdad, pero tranquilos: su peor novela, y esta no creo que lo sea, será mejor que el noventa y cinco por ciento de las que puedan encontrar en cualquier librería. En Invisible Auster vuelve a contar lo mismo de siempre, y como lector fiel mucho que me alegro: estamos ante un relato protagonizado por un escritor, esta vez un joven poeta norteamericano, que se relaciona con una pareja de europeos que se le antojan llenos de secretos. Lo más interesante de la función es el juego que dan las diferentes personas narrativas de las distintas partes del libro, pasando progresivamente de la primera a la tercera y consiguiendo así la disolución de la identidad, la evaporación del individuo. Y por decir algo, también se ha dicho de esta novela que puede compararse con la obra de Dostoievski, pero a lo que me ha recordado a mí es a las ficciones turbias y perversas de Patricia Highsmith. Ninguna de las dos equiparaciones es mala recomendación.
Otro que habrá viajado más que yo -aunque denme tiempo, y ya hablaremos- es Geoff Dyer, cuya novela Amor en Venecia, muerte en Benarés nos llegó avalada con varios galardones de postín y todos los parabienes de la crítica, pero que me parece ha acabado pasando injustamente desapercibida. Menos mal que nunca es tarde para rescatar las peripecias del protagonista, un periodista que como Dyer vive en Londres y que viaja a Italia y la India para redactar dos reportajes bien diferentes: en el primero ha de cubrir la Biennale de arte de Venecia, en el segundo el ritual funerario de los cadáveres en el Ganges. Dyer es de esos autores a los que se le perdona su sabiduría sobre los entresijos del alma cuando descubrimos que su edad ya pasa del medio siglo, pero que de ser un joven debutante no podría sino ganarse el más profundo de nuestros desprecios, por repelente. Ya saben: de esos autores a los que se les lee con una sempiterna sonrisa de medio lado pensando: "Vaya tío, yo habría dicho lo mismo". La novela, por cierto, está escrita como los dioses y consigue que anécdotas como la de una diarrea monumental resulten divertidísimas.
Les dejo, que estoy a punto de perder el tren y todavía tengo que decidirme entre llevarme la última novela de Piglia o unos cuentos de Carver.
Invisible y Amor en Venecia, muerte en Benarés están editados por Anagrama y Mondadori respectivamente.