Cartas al Director

Líbrame señor del Alzheimer

Dicen los especialistas que el Alzheimer se ha convertido en la enfermedad más temida, más incluso que el cáncer, y debe ser cierto, porque basta oír a los familiares de los que sufren este mal para darse cuenta de lo terrible que es que alguien a quién tú quieres no se reconozca ni te reconozca. De momento, no hay ningún medicamento eficaz que ayude a curar esta enfermedad –que ya alguien se ha apresurado a calificar como el “azote del siglo XXI”–, aunque sí se puede llegar a saber con cierta antelación la predisposición de las personas a padecerla. Pero lo cierto es que nadie piensa que un día le puede ocurrir algo parecido, algo parecido a la muerte en vida. Perder tus puntos de referencia, tus recuerdos, tus afectos, tu propia identidad es como condenarte en vida al limbo.
Por desgracia conozco esta enfermedad de cerca, y sé lo terrible de sus consecuencias, no para el que la sufre sino para aquellas personas cercanas que ven como día a día, el padre, la madre, o ser querido, se va olvidando de ti, no de forma consciente sino porque un nubarrón le impide pensar, razonar, querer, amar, odiar.

Leyendo el último libro de Luis Herrero sobre Adolfo Suárez tuve un momento de verdadero pánico al leer que un día el ex-presidente del Gobierno –el hombre, el político que fue capaz de tejer con mimo el periodo más difícil de la Transición española– se puso a repartir billetes de 500 euros por la calle. Sabía que estaba enfermo, que el Alzheimer se había apoderado de todo él, pero no podía imaginar que estuviera tan enfermo como para no saber el valor que tienen esos billetes. Para sus hijos debió ser terrible, también para quienes le hemos conocido en la plenitud de su vida. A su lado está Laura, la hija pequeña, que le cuida y le mima, aún a sabiendas de que no la reconoce; pero a ella le da igual, le gusta que sienta sus brazos, sus besos y sus mimos, por si aún le queda algún rinconcito en su cerebro capaz de captar, aunque sea fugazmente, el afecto de los suyos.

Son las 10.30 horas, hora de mi desayuno matinal en la cafetería Cantó, sentado junto a una mesa, observó cómo un matrimonio mayor se sienta junto a mi. A él se le oye como le dice con una voz entrecortada: “Virtudes yo un café con leche y una tostada”. Ella le contesta “sí cielo, lo que tú quieras”. Seguidamente le dice mirándole a la cara: “no me lo esperaba, no me esperaba que un hombre de la talla intelectual de Pascual Maragall pudiera padecer la enfermedad maldita, el Alzheimer. Me cuesta asimilarlo por las consecuencias que tiene para el ex-presidente de la Generalidad – un hombre de una gran talla intelectual y humana–. Qué pena, sobre todo para sus seres queridos que verán con impotencia como su mente se va deteriorando sin que nadie pueda hacer nada por evitarlo”.

Seguidamente miró a su esposo y le dijo “¿por qué?”. La triste realidad es que la ciencia camina a ciegas –aunque dicen que detectada a tiempo se puede retrasar sus efectos demoledores–. Virtudes miró a Pedro, pero ya era tarde, una pequeña lágrima recorría su cara llena, y haciendo un ademán, sacó un pañuelo y suavemente limpió esa perla de lágrima.

“Maldito Alzheimer”, me dije a mi mismo. Sin la memoria no somos nada, no sabemos de donde venimos ni a donde vamos, quienes fueron nuestros padres, nuestros amigos, nuestros maestros, y lo que es peor, no sabemos quienes fuimos ni quienes somos. No puedo imaginar que algo así pueda ocurrirme sin que me dé tiempo a despedirme de mi gente, de mis cosas, sin que pueda anotar en un cuaderno los recuerdos más importantes de mi vida. Ante este panorama, lo único que nos queda es rezar, y ayudar a las asociaciones de enfermos de Alzheimer en su lucha contra esta enfermedad.

Ahora que ha empezado la precampaña electoral y los políticos nos prometen el oro y el moro, es el momento de exigirles una mayor atención a estos enfermos, a su familias, construyendo residencias donde se les atienda en este último peldaño de su vida, con todos los adelantos que hay, con el personal suficiente para que no les falte el cariño y la atención debida.

Al volver mi mirada hacia atrás, vi como Virtudes limpiaba la cara de Pedro y le decía “Ahora nos vamos a dar un paseo, ¿verdad mi vida?”. Y Pedro con una mirada callada y sonrisa en sus labios no decía nada… “¡Maldito Alzheimer!”, exclamé.

Fdo: Luis Soria Navarro

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