Literatura

«Lo que no puede ser» (Concurso de Relatos Breves San Valentín 2013)

La primera vez que me acuesto con una mujer resulta de película. La segunda vez pierde gas inevitablemente y la tercera vez sólo sirve para descubrir que nada existe en común entre la desconocida que me volvió y la aspirante a entrar en mi vida. Con Patricia no resultó distinto.
–Quiero ir a verte torear… venga… ¡llévame a los toros!... ¡por favor!... –me empezó a pedir el último día que nos vimos.
–No puede ser, Patricia. Que yo no voy allí ni a jugar ni a divertirme, ya sabes que una tarde de toros es algo muy complicado, que paso mucho miedo y que necesito tener la mente congelada.

Ella sabía ser muy persuasiva y le organicé una visita la Maestranza en mi última tarde de Feria.

–No te la juegues si no quieres, y tampoco te diviertas –me empezó a besar muerta de risa.

Se puso preciosa para el último día que íbamos a pasar juntos. Vino a verme antes de que llegara mi hora de comer, estaba rompedora y armó la revolución entre los empleados de recepción. Al igual que el día que la conocí, me entraron ganas de pillarla por banda allí mismo y olvidarme de la corrida, de la gente, de mi mujer y hasta de mis hijos. Por fortuna me contuve y gocé como un enano sopesando las caras de envidia que se blandían alrededor. El polo de color rojo y sin mangas que le regalé por su cumpleaños, ceñía su busto ¡Una talla 3 para sujetar 105 centímetros de tetas! Debajo, unos vaqueros, y con el buen tiempo se calzó unas sencillas sandalias de tacón que terminaron de proporcionarle el aire perfecto.

Le gustaba que la tratase como a una princesa, a medio camino entre esposo y padre. Lejos de miradas extrañas, buscaba sensaciones que la ayudaran a sentirse dominada, donde llegaba a creerse que era un juguete para satisfacer mis caprichos. Me costó una barbaridad encontrar el momento para comunicarle el fin.

El camarero nos acompañó hasta las mesas del final a pesar de que apenas había clientes en aquel momento. Verla sonreir era de ponerse a temblar, y sentirse dichoso de ser hombre para estar con una mujer así.

–Pide tú, Álvaro, que no se debe hablar con la boca llena –me miró divertida mientras el bueno de Ílker esperaba para anotar nuestro pedido.
–Bien, entonces lo de siempre –pedí prolongando el ambiente alegre y buscando el momento de la verdad.

Patricia con veinte y yo con cuarenta, ella con un novio apuesto y una vida en blanco. Yo engañando a mi mujer y con la responsabilidad de los hijos. Rejuvenecido gracias a ella y ella soñando con que yo lo dejase todo. Yo teniendo que jugármela por la tarde y ella inconsciente de que nunca olvidaría aquella tarde de toros. Su silencio me sirvió de entrada para cuadrar el volapié.
–Me gustas con locura y lo sabes todo sobre mí, que tengo una familia y que quiero seguir teniéndola. Conoces al dedillo mi doble vida.

Amagó unas lagrimitas a la par que me tomaba la mano y asentía con la cabeza. Y proseguí.

–Tras la primera vez, ambos supimos que nos encantaba, tú confiaste en mí, yo en ti, y quedó claro que lo nuestro no podía llegar muy lejos porque estas historias no resultan ni en las películas más americanadas.
–No…, si tienes toda la razón –su voz se introdujo entonces en el diálogo–, pero me da mucha pena escucharlo de tu boca.

Había llegado el momento de la estocada. Le apreté la mano con la que ella me acariciaba y puse la otra en su antebrazo haciendo que notara la firmeza de lo que le estaba diciendo.

–Estoy loco por ti, Patricia. Sufro de impotencia al no poder darte todo lo que te mereces. Estamos sufriendo, ha dejado de ser divertido –frases cortas, contundentes y secas–, así que no volveremos a vernos. Hoy me verás torear, pero nunca más me verás.
Se desplomó con un gesto realmente triste.
–Nunca dijimos que nos esfumaríamos así como así. ¡Te necesito! ¡Me necesitas!

Si pudiera rebobinar esperaría a la llegada del vino antes de que hubiera sucedido esta conversación. Ílker se percató y salió cortando de la escena. En ese lapsus, Patricia recobró la entereza, agarró con seguridad el vino y lo sirvió. Me tendió un vaso y levantó el suyo ofreciéndome un brindis. Su bella sonrisa contrastaba con le expresión de sus ojos enrojecidos y elípticamente me cagué en mi puta vida.

–Te deseo lo mejor –no se me ocurrió decir nada más.
–¡Que te vaya bonito!, y ahora sube a la habitación, que te esperan el vestido de torear y el espejo del miedo. ¡Hoy saldrás por la puerta grande! –volvía a sonreír francamente.

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