Testimonios dados en situaciones inestables

Los hombres muerden a los perros por las calles y se rascan la oreja de la vanidad

Ya estamos todos sentados a la mesa, menos mi cuñada Selene, que este año se encarga ella sola de la cena de Nochebuena, ya que su madre, que era la que cada año se tomaba el trabajo de cocinar para todos, murió en primavera. Los demás le ofrecimos nuestra ayuda, pero la rechazó diciendo que era su obligación, que ahora esa responsabilidad debía recaer en sus manos, como una herencia inevitable, y que este año, además, tenía que hacerlo sola por una promesa que debía cumplir.
Ni siquiera ha querido que le ayudemos a servir los platos, que están en la cocina, guardados como valiosos secretos, para que sean una sorpresa. Cuando Selene aparece por la puerta llevando dos platos, todos estiramos un poco nuestros cuellos llevados por la excitación. El primer plato se lo sirve a su padre. Se trata de un sobrio “Los zorros y las ovejas bailan valses de recién casados al borde del precipicio de la despreocupación”. El segundo plato es para mi marido, el hijo mayor, y es un hirviente “Los hombres muerden a los perros por la calles y se rascan la oreja de la vanidad”. Los dos siguientes platos que trae son un graso “Suda el cielo sobre campos de vergüenza en el país de la desesperación” para su marido, y un picante “En las profundidades de la tierra un sinnúmero de insectos limpian sus antenas con trocitos de silencio” para mí. A continuación trae otros dos platos para sus hijos, un embriagador “La juventud está sentada en el tejado del tiempo esperando que pase un viejo cometa con cara de tunante” para su hija mayor, y un vertiginoso “La sangre recorre las venas buscando salidas estimulantes para su deseo de fugacidad” que coloca delante del chico adolescente. Tres platos más aparecen de su mano, uno para nuestro hijo, un temible “Hordas de salvajes salteadores están escondidos en los caminos que conducen al corazón para robar latidos extraviados”, otro para su mujer, un agridulce “Un continente de reproches callados es anegado violentamente por un océano de moho ceñudo”, y otro para el hijo de ambos, mi nieto de un año y el más pequeño de la familia, que es una suave crema de “Todas las nubes tienen como amigos imaginarios a vientos que nunca ven”. Por último, Selene saca los dos últimos platos de la cocina, un áspero “Los antílopes meten sus cabezas en las bocas de los leones para refugiarse de la locura del futuro”, que coloca en su sitio, y un axiomático “Todas las familias felices son más o menos iguales; todas las familias desgraciadas son más o menos distintas”, que deja en el extremo de la mesa, el lugar de su madre, que hemos dejado vacío por respeto y como recuerdo. Después se sienta con gesto ceremonioso diciendo: Más tarde tenemos de postre glaseados de “Quien me ame, que me siga”, y, mientras coge el cuchillo y el tenedor y nos mira con un brillo que tintinea como las luces del árbol de Navidad que hay en el rincón del comedor, añade: Estos son los últimos platos que mi madre deseaba cocinar para nosotros en Nochebuena; que aproveche.

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