Me cuesta sonreír
Me cuesta hablar de cultura sin recordar la multa que recibió aquel chaval que puso su rostro en el del Cristo, sin recordar los tres años largos de cárcel para el rapero que habló del emérito, de la obra de Sierra retira de ARCO, de los juicios de Strawberry por cantar, de las semanas de cárcel de los titiriteros, del secuestro de la portada de El Jueves o de la retención cautelar del libro Fariña
Me cuesta tanto que me resulta casi imposible. La Ley Mordaza y la censura aplicada sin vergüenza, la Justicia y los medios públicos de comunicación danzando a voluntad del poder político, la mamarrachada llenando pantallas y escenarios y el miedo haciéndose fuerte: cubriendo con su color gris toda la península.
Me cuesta sonreír y me cuesta hablar de Cultura. Porque la Cultura está siendo censurada, mediatizada y dogmatizada. Y quizás ese estado anímico es el que arrastro en demasiadas a los patios de butacas. Como cuando fui a nuestro Teatro Chapí a ver He nacido para verte sonreír, propuesto por el Teatro de la Abadía. Un melodrama de estética realista, no hiperrealista como he leído por ahí adjudicando un término de las artes plásticas a la escena. Realista, con sus momentos oníricos o subjetivos. Y tampoco melodrama, que sería una forma paródica de la tragedia clásica (eso sin adentrarnos en las consideraciones de Rousseau).
La pieza se presenta en la detallada cocina de una vivienda, escorada en medio del escenario y abrazada por un gran semicírculo de ramas que la hacen parecer aislada, como si se alojara en el interior de un nido. La imagen plástica es tan contundente que nos da la impresión de encontrarnos frente a un diorama: una casa de muñecas. El texto, en boca de la madre, no abunda en un parloteo inútil, tan propio del teatro del absurdo, aunque en ocasiones lo aparenta por las continuas divagaciones mundanas. El texto parece atravesar una selva donde de forma voluntaria, a veces subconsciente, el personaje abandona la senda principal.
Así Miriam, la madre, hecha carne a través de Isabel Ordaz, buscando la comunicación con un hijo presente solo físicamente, ausente a causa de algún trastorno mental, desarrolla un parloteo que de tanto en tanto pincela la situación narrativa y su objetivo dramático. La actriz, desde su concepto del personajes y asumiendo las indicaciones de la dirección de escena, apenas da color a su interpretación: sin juego de volumen, intensidad o velocidad, consiguiendo tal vez lo pretendido: un realismo preciosista para mi gusto alejado de las posibilidades que brinda el juego escénico frente a la trascripción literal. La seducción de la cuarta pared, la libertad de poder observar el drama de otras personas sin que nos descubran, excluye importantes reflexiones acerca de la temática y del hecho teatral. No disfruté personalmente con esta propuesta, para gustos los colores, lo que no tiene que coincidir, ni coincide, con el sentimiento mayoritario.