Testimonios dados en situaciones inestables

Me obligaba a ponerme aquella ropa verde y caqui de estilo paramilitar

Yo odio la caza. Mi padre se encargó de ello. El viejo intentó por todos los medios hacer de mí un cazador. Siendo niño, no sé, quizá tendría nueve o diez años, empezó a llevarme de caza los domingos por la mañana. Tal vez creía que así me haría un verdadero hombre; ya sabe, en aquella época (bueno, quizá como siempre) los varones estaban secuestrados por la vieja cantinela machista de cómo debía ser un hombre, con sus presuntuosas muestras de bravuconería y sus sentenciosas expresiones de caciquismo sexual.
Y era evidente que el viejo tenía temores hacia mi hombría. Yo era un niño delgaducho y contemplativo, una verdadera desgracia. Y él era un cabezota y engreído fanfarrón, algo así como un capataz toca pelotas que no podía permitirse la más mínima debilidad en sus subalternos. No estaba dispuesto a que me torciera. Entraba muy temprano en mi habitación y me tiraba literalmente de la cama. Me tiraba de la cama igual que esos carceleros que se ven en las películas de prisiones. Era algo así como decirte “eres una basura pero yo voy a enseñarte lo que es la vida”. Me obligaba a ponerme toda aquella ropa verde y caqui de estilo paramilitar con diseño de camuflaje. Me obligaba a cargar con un montón de cosas (escopeta, cinto con cartuchos, cuchillos, mochila, linterna, comida y su correspondiente menaje, hogaril de campaña, cuerdas…), que parecía que nos íbamos al Vietnam. Sacaba los perros y los montaba en la parte trasera del Renault 4. Generalmente no había amanecido cuando salíamos del pueblo. Yo me quedaba amodorrado en mi asiento, y él me despertaba continuamente dándome golpes mientras conducía. Y después estaba lo de matar. Había algo profundo, escalofriante y repulsivo en su modo de llevar el asunto. Cogía las perdices por las patas y las elevaba para mirarlas durante un largo rato. Entonces no sabía qué significaba eso. [Sonríe sin afectación.] Algún tiempo después, cuando yo tenía dieciocho años, regresando de nuestra mañana de caza nos encontramos con un coche parado en la cuneta que tenía la cubierta del motor levantada. Había dos tipos mirando dentro. Mi padre paró para ayudarles, quizá llevado por la siniestra solidaridad entre cazadores. Bajó del coche y se acercó a ellos. Se pusieron a hablar con gestos fraternales, y mi padre se inclinó para mirar también el motor. Movían las manos mientras parecían discutir algún pormenor mecánico, formando un retablo que parecía esconder algún significado. No sé si lo comprendí completamente en aquel momento, pero bajé lentamente del coche con mi escopeta y comencé a andar hacia ellos. Fue quizá mi aspecto aniñado y mi poca estatura lo que les hizo confiarse. El tipo que hablaba con mi padre le hizo un gesto de aprobación al verme llegar, e iba a decir algo cuando le disparé en el pecho. Medio segundo después le disparé al otro. Mi padre se quedo paralizado, temblando, mirándome con los mismos ojos redondos y vidriosamente vacíos de las perdices. Cargué la escopeta y le disparé también a él. No sé, me pareció que era el momento de comprobarlo. [P.] Sí, saber si yo era realmente un cazador (ya le he dicho que odio la caza). Y lo supe nada más acabar de disparar. Tenía que ser mi padre quien me ayudara a saberlo.

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