El Ordenanza

Nocturno

El Ordenanza. Capítulo 66

Escena 1

  • Y póngame un kilo de tomates para ensalada. Que estén prietos, si puede ser.
  • ¿Éstos te parecen buenos, Teresa?
  • Tienen muy buena pinta, sí.
  • ¿Más cosicas, prenda?
  • Ya está, Trini. Dígame qué le debo…
  • Pues serán… diecinueve con treinta.
  • Tome.
  • Buenos días.
  • Muy buenos días, Avelino. ¿A hacer la compra?
  • Sí. Aurora se ha quedado en la pescadería. Entre todos, las cosas, fluyen mejor.
  • ¡Qué le va a contar usté a Teresa, Avelino! Si es la concejala de igualdá… ¡el orgullo del barrio!
  • Ande, Trini, que tampoco he ganado ningún Nobel…
  • … y setenta céntimos que le hacen los veinte.
  • Gracias. Bueno, pasen buen fin de semana.
  • Doña Teresa, no olvide usté de cambiar la hora esta noche… a las tres serán las dos. ¡Qué cosas!
  • Muchas gracias.

Escena 2

Una pequeña hoja de té danza, vertical, en el remolino que forma la cucharilla, ágilmente mecida por los dedos Teresa San Diego. Se pregunta si eso es señal de buena estrella. Buena estrella… ¡como si eso fuera importante a estas alturas de la vida!

A lo lejos se escuchan dos campanadas en la torre del reloj de la iglesia. ¿Arcedianal? Del griego ἀρχι y διάκονος, imagina. Es un poco confuso que, una entidad en “constante renovación”, como lo es la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, utilice términos caídos en desuso desde, prácticamente, el Concilio de Trento (1545-1563).

Patriarcado. Por eso, tal vez, suena “Cry to me” en su lista de reproducción. La única Iglesia de la que, tal vez, pudiera ser feligresa, sería la de Solomon Burke. Hace ya horas que Fernando acostó a los niños y bastante rato que se fue a dormir. Piensa disfrutar de esta soledad controlada.

El denso silencio que integra esta noche de sábado es, repentinamente, roto por el sordo ladrido de un perro. Jorge parece haber dado un respingo en su cama. Se levanta lentamente para atenderlo y, ya de vuelta, se pasa por la cocina para coger uno de los dulces de pasta de dátil con almendras que han frito, en familia, esta tarde. Deliciosos. ¡Envueltas con una loncha de queso tierno deben estar de vicio! La gente solo conoce los dátiles con bacon… ¡no saben lo que se pierden!

Desde la ventana de la cocina se divisa la luna en fase creciente. Sin darse cuenta, susurra aquel guión de su película española favorita: “cuentan que la Luna es una mentirosa, porque cuando está en forma de C, realmente no crece, si no mengua…”.

No recuerda la frase con exactitud. Últimamente es como si se le amontonasen los pensamientos, como si el significado y el significante de cada palabra estuvieran perdiendo todo nexo. Igual le falta alguna vitamina o magnesio o algo… o igual está un poco sugestionada por la reciente lectura de José María Merino.

Al sentarse de nuevo en el sofá, lo hace sobre su pierna derecha. Sabe que es de mala higiene postural pero, ¿no nos estamos volviendo un poco locos con tanto cuidado? ¿No es, en esta sociedad patriarcal, un método de contención del libre albedrío? En cualquier caso, modifica su postura que, ahora, es correcta a la par de cómoda.

Lleva la taza, todavía humeante, a sus labios y da un sorbo. El líquido traspasa su úvula y cae (al menos así lo imagina) en una catarata por su esófago. Ahí le pierde la pista. Esto le trae a la cabeza aquella tonadilla de los ochenta, la que narraba el viaje escatológico de las aguas menores de un jovencillo emponzoñado de zumo de cebada… la misma que ahora suena en bucle en el Santuariō de la Cerveza.

Así, con la calma que le ofrece que los chicos de la casa estén durmiendo hace un buen rato, agita una cucharilla dentro de su taza de té. Hay quien atribuye poderes especiales a la manera aleatoria en que se comportan las hojas de ésta hierba en el agua, pero Teresa es bastante pragmática: las supercherías son supercherías.

La campana de bronce bruñido de la torre del reloj ya ha dado las dos de la madrugada. La Iglesia marca el ritmo de nuestra sociedad, piensa. Un ritmo desgastado por casi veintiún siglos de devoción, obsesión y contradicciones. Quizá por eso ha elegido a Solomon Burke para acompañarla en esta noche. Es la única Iglesia por la que apostaría.

El ladrido distante de un perro, de tono ronco, es el causante de que uno de los niños se revuelva en su cama. Se calza sus suaves pantuflas y, casi a oscuras, se cerciora de que todo está en orden. Ya de vuelta, se detiene a contemplar, desde la ventana de la cocina, nuestro satélite natural, que bien parece una “D” en lugar de un trozo de queso. ¡Oh! ¡Queso! Igual es una buena idea envolver en una loncha de queso tierno las delicatessen de pasta de dátil con almendras que han cocinado esta tarde… ¿cómo resistirse teniendo esa tentación tan a mano? A veces hay que arriesgar más allá de los dátiles con bacon. Se lleva dos. Uno para el camino.

Se le viene a la cabeza aquella frase de Plenilunio… ¿cómo era? “Dicen que la Luna miente, porque mengua cuando parece la C de crecer”. Desde que leyó, hace unos días, “Las palabras del mundo”, de José María Merino, está un poco obsesionada con esos minúsculos lapsos de su mente… o igual es que no procesa, como es debido, algún tipo de alimento o proteína o algo.

Es curioso, piensa mientras cambia su recién adoptada postura en el tresillo, cómo han conseguido que todos queramos llevar una vida saludable. Extiende sus piernas sobre el mullido y cómodo chaise longe. Toma un traguito de té y tararea mentalmente “Mi agüita amarilla”. Desde el campanario se escucha la mágica cadencia de las campanadas que anuncian las tres de la mañana.

Escena 3

  • Fernando, ¿no has pensado nunca que, cuando cambiamos a una hora más, se vive dos veces el mismo tiempo?
  • ¿Te has levantado filosófica esta mañana, Tere?
  • Anoche tuve esa sensación…
  • Bueno, no te preocupes.
  • ¿Sabes? El 10 de octubre hizo diez años que murió Solomon Burke.
  • ¿Lo oímos para desayunar?
  • ¡Vale!



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