La semana pasada se anunciaron las nominaciones a los inminentes premios Oscar, y a diferencia de los últimos años me encuentro con que he visto más de la mitad de los muchos, demasiados títulos nominados en la categoría de Mejor Película: concretamente seis de diez. Me faltan por ver Licorice Pizza, que espero haber disfrutado ya cuando lean estas líneas; Coda y El método Williams, que no me llaman demasiado la atención; y West Side Story, que a pesar de venir de la mano de Steven Spielberg cuenta con mi prejuiciosa antipatía por tratarse de una nueva versión de un clásico en mi opinión inmejorable.
Del resto de cintas nominadas hay un par que a mi parecer no reúnen méritos suficientes como para recibir tan preciado galardón: ya les hablé de los defectos que le veo a El callejón de las almas perdidas; y en cuanto a No mires arriba consideré que pese al éxito y los parabienes generalizados que ha recibido, esta producción de Netflix no merecía que le dedicase unas líneas por no pasar de ser una sátira entretenida pero bastante descompensada. No obstante, sí me parece más que probable que esta plataforma se lleve finalmente el gato al agua gracias a El poder del perro, film que parte como favorito gracias a sus doce nominaciones y a sus muchos premios y menciones por parte de la mayoría de asociaciones de críticos de Estados Unidos. Gane o no, ya ha hecho historia de estos galardones porque le ha valido a su directora, Jane Campion, convertirse en la primera mujer en ser nominada en dos ocasiones en la categoría de dirección. La primera vez fue con El piano, que también logró la Palma de Oro de Cannes y que durante mucho tiempo fue su único éxito de crítica y público pese a haber dirigido después aquella joya infravalorada que fue Retrato de una dama según la obra homónima de Henry James.
En esta ocasión, la autora de la también reivindicable Un ángel en mi mesa ha vuelto a recurrir a un material literario, en este caso la novela de Thomas Savage, para ofrecernos un wéstern moderno y crepuscular que podría suponerle a su protagonista, Benedict Cumberbatch, una merecidísima estatuilla como el mejor actor protagonista del 2021. El resultado es una propuesta intimista y sugerente sobre conceptos que siempre han estado ahí pero que hasta hace bien poco no tenían nombre, como es el caso de la masculinidad tóxica o el maltrato psicológico; y cuyo mayor mérito es que no necesita mostrar, ni siquiera verbalizar, lo más relevante del relato: el dolor íntimo de sus protagonistas, plasmado en miradas y silencios sobrecogedores y bastante más locuaces que cualquier diálogo gracias a la excepcional labor de un reparto donde también destacan Kirsten Dunst, Jesse Plemons y Kodi Smit-McPhee, todos ellos igualmente nominados. En resumidas cuentas: El poder del perro es un film que cuenta con el hálito y la hechura de los clásicos, pese a ser al mismo tiempo rabiosamente contemporáneo: ojo a cierta elipsis narrativa, a la que dudo que se hubiesen atrevido en términos semejantes la gran mayoría de los maestros del séptimo arte.
Si hay una película que podría desbancar finalmente a El poder del perro, esa es sin duda Belfast: a su favor cuenta con ser una cinta bastante más amable y accesible que aquella, y también con venir de la mano de Kenneth Branagh, que ha conseguido con sus tres candidaturas establecer un nuevo récord: haber sido nominado en siete categorías distintas hasta la fecha por su variada labor en películas diferentes (producción, dirección, guion original, guion adaptado, interpretación masculina protagonista y de reparto, y hasta cortometraje). En este caso, el británico ha regresado -solo momentáneamente, pues hoy mismo estrena Muerte en el Nilo- a un cine más íntimo y por tanto bastante más premiable que el que ha venido dirigiendo en los últimos años: recordemos productos como la marveliana Thor, Cenicienta o su anterior adaptación de Agatha Christie; y todo ello sin necesidad de recurrir una vez más a su compatriota Shakespeare. Para ello ha echado la vista atrás y se ha basado en sus propios recuerdos de infancia vividos en la conflictiva capital de Irlanda del Norte a finales de los años sesenta y ha construido a partir de ellos un emotivo retrato de una familia y de la época que les tocó vivir.
Al margen de otros aspectos atractivos de la cinta, algunos de los cuales no se cuentan entre las siete candidaturas recibidas -como la excelente fotografía en blanco y negro con destellos puntuales de color o las espléndidas canciones de Van Morrison, el León de Belfast, que puntúan al relato-, merece destacarse la labor de todo el reparto, especialmente de los veteranos (y estos sí con opción a premio) Judi Dench y Ciarán Hinds. Me alegraría particularmente que la estatuilla fuese a parar a manos de este último, un magnífico intérprete natural de la misma Belfast que hasta el momento nunca había sido nominado, y que aquí ofrece un trabajo impecable. Por otra parte, es de justicia señalar que en el debe de la Academia de Hollywood está el haberse olvidado de Caitríona Balfe, que realiza una labor sobresaliente dando vida a la madre del joven protagonista, y que es sin duda la gran revelación del film de Sir Kenneth Branagh.
Al contrario que las dos anteriores, una película de la que parece podemos tener claro que no se llevará el premio gordo de la noche es Drive My Car: y desde luego no será por falta de méritos propios, que los tiene y muchos (de hecho, es mi preferida junto con el film de Campion), sino porque dudo que esta vez se repita la jugada de Parásitos e imagino que con llevarse el Oscar a la mejor película de habla no inglesa la Academia considerará que tiene un reconocimiento más que suficiente. Dicho esto, hay que admitir que el más reciente trabajo del realizador japonés Ryûsuke Hamaguchi ni es la primera historia de la relación entre un pasajero y su chófer, pues todo el mundo recordará la oscarizada (y mucho más discreta) Paseando a miss Daisy como el ejemplo más conocido; ni tampoco el primer relato a propósito de un montaje escénico de la obra más celebrada de Chejov, y a este respecto resulta imposible olvidarse de la maravillosa Vania en la calle 42 de Louis Malle.
Lo que sí es Drive My Car, es un prodigio de estructura narrativa que a pesar de basarse en un breve relato -nada menos que uno del eterno candidato al Nobel de Literatura Haruki Murakami- termina por alcanzar las tres horas de duración. Tres horas que se hacen cortas y que arrancan con un segmento pre créditos de cuarenta minutos que sienta las bases sobre las que se sustenta todo lo que vendrá después: la historia de una amistad incipiente entre dos personas que esconde sendas historias de autoconocimiento y redención henchidas ambas de ecos y resonancias que perviven y crecen en la memoria del espectador horas y hasta días después de finalizar el visionado del film. Sin duda, estamos ante la que será una de las películas más indiscutibles de este año... Y eso que solo estamos en febrero.
Del resto de títulos nominados en la categoría principal, no me disgustaría tampoco que ganase Dune, aunque el hecho de que su director Denis Villeneuve no esté entre los directores nominados (aunque sí como productor y guionista de la cinta) le resta muchas opciones de convertirse en la gran triunfadora de la velada a pesar de las diez nominaciones conseguidas. Pero este no es sino uno más de los muchos sinsentidos que jalonan la historia de estos premios; aunque si vamos a comprobar la lista de las películas ganadoras de los últimos años, nos encontraremos con casos bastante más sangrantes que este, como fue el triunfo de títulos tan sobrevalorados como The Artist, La forma del agua o la mediocre Green Book. Esperemos que este año los académicos afinen un poco más y premien, si no se atreven con la cinta nipona, a la deslumbrante joya que ha dirigido Jane Campion. Aunque lleve el logo de Netflix.
El poder del perro está disponible en Netflix; Belfast y Drive My Car se proyectan en cines de toda España.