Estación de Cercanías

Praga

No es la primera vez que les comento lo mucho que me gusta viajar, y lo poco que puedo hacerlo, aunque esto último es sólo una quimera en voz alta que no viene a rueda del tema que nos va a ocupar el primer artículo de este 2009. Nuevo año que acaba de comenzar su andadura con los pañales sucios de envenenadas heces que huelen a desastre en lo tocante a la situación que se vive en nuestro ayuntamiento y el partido que lo dirige, y que seguramente, de no ser limpiadas a tiempo, van a salpicarnos a todos nosotros, aunque tiempo habrá para valorar la repercusión de esta esperpéntica situación y sus seguras consecuencias de futuro.
Porque ahora retomo el hilo de lo que les quiero contar para empezar este 2009 desde la República Checa, y más concretamente desde su capital, pues la que firma tuvo el privilegio de recibirlo en su plaza vieja al son de las campanadas de su famoso reloj astronómico, enclave éste comparable con nuestra Puerta del Sol madrileña pero a años luz en cuanto a comportamiento y costumbres, y también a temperatura, dicho sea de paso.

Allí recibimos el nuevo año bajo cero, sin uvas ni pelucas, sin confeti, sin ridículos gorritos brillantes, sin matasuegras ni trompetillas de esas que por un momento deseas que se trague quien la va soplando. En Praga el año llegó con la naturalidad, en muchos momentos frialdad y distancia, del carácter checo, naturaleza forjada indudablemente con la crudeza del frío que condiciona sus vidas, sin grandes aspavientos y sin todos los ornamentos que los españoles colgamos en cualquier celebración que se precie, con todos los restaurantes, bares y cafeterías abiertas a cualquiera, sin reservas ni asaltos a los bolsillos para poder cenar. Llegó, eso sí, salpicado de fuegos de artificio lanzados por los ciudadanos praguenses a modo de recibimiento.

Y me gustó. Supe que así sería desde que nuestra joven guía nos dijo que la gente cenaba a las 6 en familia, para luego reunirse entre amigos y con unos frugales aperitivos y alguna bebida esperar su llegada, y cuando comprobé que a las 7 de la tarde la gente ya cenada empezada a llenar la Plaza Wenceslao para escuchar el concierto que allí se iba a ofrecer, y porque no vi lentejuelas en las señoras, ni pajaritas en los hombres, y para mí, que soy bastante reacia a los grandes fastos y que me sublevan especialmente los días de diversión impuestos, esos en los cuales tienes que estar a tope de moral y ganas de marcha porque así se establece en el calendario y en la calle, esta serena conducta que te permite casar el momento con tu estado de ánimo sin sentirte un bicho raro fue un agradable descubrimiento, como la ciudad en sí.

Porque si bien es cierto que ahora conozco otra dimensión de la palabra frío, visitando Praga en invierno Kafka se abre al entendimiento de par en par, puedes ver sus oscuridades y sus tormentos, se hace presente en plenitud su carácter y comprendes a la perfección algunos de los matices que leyéndole desde aquí quedan a merced de la imaginación del lector. Visitando Praga en invierno entiendes porque Kafka era Praga y Praga era Kafka, pues son una simbiosis perfecta, al igual que lo son, al fundirse, la música clásica que los instrumentos de cuerda ofrecen con sus muchas iglesias católicas, que dicho sea de paso se financian con ellas, pues el estado no mantiene religiones. Visitando Praga en invierno sientes la crueldad de la pobreza atravesada por su gélido ambiente, y aprecias un poco más el trocito de tierra en el que has nacido.

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