Puerta giratoria
Vale. Tenía el privilegio de entrar cuando quisiera porque mi padre trabajaba allí. En el Banco Hispano Americano. Algunas mañanas, antes de ir al colegio, iba a llevarle el almuerzo. Pero no siempre entraba por la puerta principal, abierta sólo en horario de atención al público. No siempre entraba por aquella puerta giratoria que tanto nos gustaba, sino por una pequeña puerta que estaba por donde la entrada a la vivienda del Director.
Muchas veces, llevando el almuerzo, me recompensaban con una "libreta" hecha con pequeñas hojas para reciclar, grapadas. Pero para mí la mayor recompensa era la posibilidad de entrar o salir por aquella puerta giratoria. Y hay que ver cómo los recuerdos, aunque nos traigan las imágenes turbias como con niebla, portan perfectamente los aromas. Cuando hace unas semanas recordábamos el carnaval, sentíamos intenso el olor a la tizna de tapón de corcho quemado con la que nos pintaban un bigote; ahora, recordando la sucursal del Banco Hispano Americano en las mañanas en las que le llevaba el almuerzo a mi padre, me viene puro aquel olor seco a oficina. Un olor cálido no desagradable a tabaco, mezclado de olor a papel, tinta, lápiz y goma de borrar, un olor que he sentido impreso a las cosas de mi padre, especialmente a aquella carpeta archivadora negra donde él guardaba sus papeles de la contabilidad doméstica. Olor que yo asocio a aquella oficina bancaria y a la profesión contable.
Sí, por trabajar mi padre allí tenía la posibilidad de entrar y salir por la puerta giratoria. Sin molestar a los clientes, llevando cuidado, podía entrar y salir sin que me llamaran la atención. Así que, a diferencia de muchos de mi generación, me he perdido la emoción de la inocente trastada de entrar y dar vueltas y vueltas arriesgando hasta el límite de oír la amenaza de algún empleado. Amenaza casi siempre exagerada a conciencia, con esa teatralidad que los adultos utilizan de broma atemorizando a los niños. En la infancia las voces rotundas nos transportan a los infiernos. Pero yo veía, cómplice allí de adultos, que reñían a los niños riéndose.
La puerta giratoria del Banco Hispano ha sido mi puerta giratoria. Ya las puede haber variadas por el mundo, hasta automáticas como las he conocido en algunos hoteles, que siempre que me meto en una de ellas, me viene a la memoria ésta: la del banco donde mi padre. Diversión de la chiquillería, especialmente, cogiéndoles de paso, de quienes iban a las Paulas. Una puerta que junto con aquel enorme espacio de oficina, entonces con mostrador para la atención al público, he perpetuado en mis sueños, sueños que se repiten en aquel lugar. Igual que me pasa con la escalera de la casa de mi abuelo Mateo, que soñando, aún la subo y la bajo y me paro para mirar por el hueco. O desde abajo, desde el porche de losas de simón, veo a los seres queridos y perdidos con los que compartí aquellos espacios. También desde el primer descansillo, aquel que llevaba hacia las habitaciones apartadas que, una, daba al Carril. Cosas que vuelven, como nos volvía entrando y saliendo, saliendo y entrando, la puerta giratoria de la sucursal del Banco donde trabajaba mi padre. Bucle de melancolías.
Recordando ahora con los de mi generación, azuzados los recuerdos al juntarnos quienes nacimos en 1963, siento que, como aquella puerta, la vida da vueltas cerradas. Y entretenidos de recuerdos entretenidos, no quisiéramos salir. Placer, satisfacción y, también, heridas de un tiempo vivido. Tarde o temprano, centrifugados, saldremos al horizonte que desearemos lejano en un ocaso tardío.