Fuego de virutas

Soledad

De cundir el ejemplo podríamos garantizarnos la inmortalidad. Porque si para algunos la inmortalidad está en el recuerdo –solamente en que nos recuerden–, a Soledad Hernández Rodríguez, fallecida en Madrid el día dos de septiembre de dos mil doce a los setenta y ocho años de edad, jamás la van a olvidar sus familiares. Jamás.

Soledad Hernández Rodríguez, nacida en Badajoz el uno de agosto de mil novecientos treinta y cuatro, hija de Juan Hernández y Soledad Rodríguez, y viuda del coronel D. Honorio García Polo, tuvo entre sus últimas voluntades la voluntad de que tras su muerte se publicara una esquela en un diario de tirada nacional. Concretamente en ABC. En el texto de la esquela perdona a quienes acusa de abandonarla cuando más los necesitó. Los acusa concretando nombres, apellidos y parentesco. Los perdona reprochándoles "su absoluta falta de cariño y apoyo durante su larga y penosa enfermedad".

Esquela publicada, ya puede descansar en paz doña Soledad Hernández, sepultada cristianamente –como se nos informa en la misma esquela– en el cementerio de Camarma de Esteruelas (Madrid). Esto si descansar después de muerto es consumirse el cuerpo bajo una lápida con un epitafio labrado por la amenaza: "Dios hará justicia con los que te hicieron daño". Epitafio de resonancia veterotestamentaria al traernos ecos, por ejemplo, del Salmo 94: "¡Dios de las venganzas, Yahvéh, / Dios de las venganzas, aparece! / ¡Levántate, oh juez de la tierra, / da su merecido a los soberbios!". A los soberbios, a los impíos y malvados... "Él hará recaer sobre ellos su maldad, / los aniquilará por su malicia, / Yahvéh, nuestro Dios, los aniquilará". Sí, como el Dios del poeta Nahum, profeta también del Antiguo Testamento. Suerte que en el pedestal de la misma sepultura, frente al tono de venganza se labra más hermosa la frase "El amor no termina con la muerte". Afirmación que nos lleva al soneto de Quevedo, "Amor constante más allá de la muerte", que termina con aquello de: "Alma, a quien todo un Dios prisión ha sido, / Venas, que humor a tanto fuego han dado, / Médulas, que han gloriosamente ardido, // Su cuerpo dejará, no su cuidado; / Serán ceniza, mas tendrá sentido; / Polvo serán, mas polvo enamorado." Polvo enamorado que, de poeta a poeta, en Miguel Hernández resucita el amor; porque el amor, más que el odio, nos hace inmortales: "Aunque bajo la tierra / mi amante cuerpo esté, / escríbeme a la tierra, / que yo te escribiré."

En el caso de Soledad Hernández, conscientes de que sólo conocemos la versión de una de las partes, paradójicamente la de la parte que por fallecida no puede hablar, sea o no sea la realidad como lo que reprocha la difunta a sus directos familiares aludidos en la esquela, éstos difícilmente olvidarán a la finada que les dejó un torpedo de tinta, denuncia enmarcada –negro sobre blanco– con borde de dos líneas de diferente grosor en público diario de muy amplia tirada nacional.

Los romanos, en el ámbito doméstico, de la mano del paterfamilias rendían culto a los Manes, espíritus de los antepasados. Recordándolos. Entre el temor y la veneración, como apuntan los autores de "Así vivían los romanos" (Anaya, 1987). Este culto doméstico se basaba en la creencia de que había que honrar a los difuntos para evitar que se convirtieran en espíritus malignos. Además de las cotidianas honras caseras, también cumplidas para lares y penates en entrañables altares en la casa, anualmente, entre el 13 y 21 de febrero –Dies Parentales–, los romanos celebraban el día de difuntos llevando ofrendas a las sepulturas de sus familiares. Contra el olvido. Contra la soledad del olvido.

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