Temporeros. La vergüenza nacional
Los señoritos del cortijo continúan esparciendo sus mentiras y su siembra de odio al diferente como solución de los males patrios
Entre 1997 y 2007 el precio de la vivienda en España crecía a razón del 10% anual mientras que los salarios lo hacían al 3% y se construían alrededor de 300.000 viviendas al año. En 2006 se iniciaron 762.540, más que las iniciadas por Alemania, Italia, Francia y Reino Unido juntas.
La orgía del ladrillo era constante y en ella participaban inversores y bancos transnacionales mientras las grandes empresas españolas de la construcción engrasaban la maquinaria de algunos partidos políticos que modificaban leyes y calificaban terrenos a cambio de las mordidas que iban a sus arcas y a los bolsillos de algunos de sus líderes.
Fueron días de vino y rosas en los que la clase trabajadora se ponía corbata los domingos y muchos jóvenes abandonaron los estudios porque no había más ciencia ni verdad que la verdad de los sobres amarillos con las horas extras y los destajos, ni música más bella que la del ruido acompasado de las hormigoneras.
Cuando en 2008 el lobo de Wall Street enfermó de piorrea y perdió los colmillos, los españoles tuvimos que pagar el tratamiento del dentista y la dentadura postiza del enfermo que, en muestra de gratitud, comenzó a desahuciar a los que con tanta alegría habían concedido aquellos créditos a interés variable que (y esta era la gran mentira) nunca subiría porque la economía iba montada en un cohete con combustible ilimitado.
Las entidades financieras se quedaron con las casas de los que habían vivido por encima de sus posibilidades, se quedaron también con el dinero que les habían cobrado hasta entonces y, en muchos casos, con las propiedades de los avalistas. A cambio los trabajadores en paro y desahuciados obtuvieron una bonita deuda que tendrían que devolver en cuanto empezaran a cobrar los “fabulosos” salarios que ofreció el nuevo mercado laboral para salir de la crisis.
La herencia del aquelarre del ladrillo son 3.500.000 viviendas vacías. Muchas de ellas están en manos de bancos y fondos buitre que prefieren mantenerlas cerradas antes que sacarlas a la venta, o alquiler, a precios asequibles en espera de mejores oportunidades. Esta posición de monopolio impide a muchos acceder a la propiedad y a la mayoría de los jóvenes -sobre todo en grandes ciudades- les obliga a dedicar gran parte de sus emolumentos al pago de alquileres.
En esta situación de sobreabundancia de casas vacías, que no es nueva pero que tampoco ha envejecido, asistimos al drama de los jornaleros africanos y del este de Europa que se repite periódicamente con ocasión de la recogida de las cosechas agrícolas. Murcia y Andalucía reciben a estos temporeros cada año. En Murcia el 16´6 % de sus viviendas están vacías –casi 130.000–; en Huelva lo están el 11’6% (8.000 en la capital).
Ambos territorios necesitan de esta mano de obra de migrantes que se alojan en asentamientos chabolistas, naves industriales y almacenes insalubres en desuso; siempre en condiciones de hacinamiento, a kilómetros de distancia de puntos de agua y sin electricidad ni saneamiento adecuado.
Pero no sólo en Murcia o Andalucía se da esta paradoja de las casas sin gente y la gente sin casas; las mismas condiciones se dan en cualquier otro lugar de la geografía española en el que se necesita mano de obra para las tareas agrícolas, que han sido calificadas por el relator de la ONU como «simplemente inhumanas» o «mucho peores que en un campamento de refugiados».
El 29 de marzo de 1836 se promulgó la real orden que abolía la esclavitud en España. De facto esta ley sólo afectaba al territorio peninsular y tuvieron que pasar otros 60 años más para que entrara en vigor en cualquier punto bajo jurisdicción española (colonias) en 1890.
Las circunstancias de muchos trabajadores migrantes, con o sin papeles, se parecen mucho a las de los esclavos, y dado que se está cometiendo con ellos una ilegalidad, los que hacen posible esta situación deberían ser perseguidos, juzgados y seguramente encarcelados, y los que desde las administraciones lo consienten, tendrían que ser inhabilitados para cualquier cargo público.
Durante esta pandemia, en la que los temporeros continúan trabajando para que podamos comprar alimentos baratos en los supermercados, seguimos teniendo noticias de que ni las autoridades ni los empleadores se habían acordado de que estas mujeres y estos hombres se merecen salarios justos y condiciones de vida dignas en las que la salud esté protegida y valorada por encima de todo.
Durante esta pandemia en la que tanto hemos aplaudido y en la que tantas veces nos hemos llenado la boca de buenas intenciones, seguimos aceptando, como un fenómeno natural, que los que no tienen la piel como nosotros o no hablan nuestro idioma, o no adoran a los mismos absurdos dioses, pueden morirse de un golpe de calor y ser arrojados en la puerta de un centro de salud sin que la furgoneta en la que han sido transportados se detenga.
Mientras tanto los señoritos del cortijo continúan esparciendo sus mentiras y su siembra de odio al diferente como solución de los males patrios. Alguien tendría que preguntar a los que llenan su saca de votos prometiendo la expulsión de los extranjeros (a ellos y a sus impúdicas mesnadas): ¿A dónde habría que expulsarles? ¿No os parece que ya viven en otro mundo, incluso en otra época de la historia? ¿No os parece suficiente la expulsión de indignidad que sufren? ¿A qué inframundo más oscuro y peor del que ya están los enviarías vosotros, grandísimos canallas?
Por: Felipe Navarro
Gracias Felipe Navarro.Precisamos más redactores como tú.
España tiene un máster en hipocresía.
Verdades como puños en una prosa exquisitamente afilada, si la pluma es más fuerte que la espada, necesitamos más espadachines como Felipe Navarro.
En la zona del Morrón, llevan viniendo temporeros en autobuses todo el mes de julio, sin ningún tipo de seguridad laboral. Es de traca, sabiendo el riesgo que corren esas personas y el resto, que no haya habido ninguna inspección por parte de las autoridades competentes.
Me sumo a agradecer a Felipe Navarro su artículo.