Testimonios dados en situaciones inestables

Todo rezumando una terca humedad como de gran vientre durante un parto difícil

El callejón es Villa Favorita, nuestro palacio, nuestro paraíso, lleno de olores a cosas que ya no recuperarán el estado de sanas o limpias o jóvenes, lleno de residuos de los que ya no es fácil adivinar su naturaleza y forma originales, todo rezumando una terca humedad que le da un aspecto de gran vientre durante un parto difícil, todo sumido en una penumbra fría que no desaparece ni bajo el colérico sol de un día de agosto, un lugar donde siempre se oye un silbido espectral de viento aunque el aire esté quieto como un viejo vestido de novia olvidado en el rincón más escondido del desván.
La cifra de los desterrados príncipes mendigos (casi nunca princesas) que nos consumimos en Villa Favorita no es estable, aunque no suele cambiar de manera brusca. La media es de diez príncipes, pero puede oscilar desde siete u ocho hasta doce o trece, dependiendo del humor que tenga la sangrante rueda fortuna del mundo exterior. Villa Favorita es un esqueleto deforme cuya piel son cartones y telas incomprensiblemente en pie que dibujan un mapa confuso y fracturado, igual que las cavilaciones de sus habitantes, y sus dimensiones no son fáciles de establecer, ya que los que podrían querer saberlo huyen de las referencias reales como el dinero con esteroides de los impuestos. Aquí todos estamos más o menos locos, con una locura de estómago cerrado, de lengua terrosa, de pensamiento atascado. El único que parecía cuerdo era Herzio. Le llamábamos así porque siempre iba escuchando una pequeña radio portátil. Herzio era muy viejo, casi parecía una pintura antigua más que una persona real, y sus andrajos tenían los matices inexplicables de las pinceladas cuarteadas por el paso del tiempo. Nunca abandonaba Villa Favorita, pero gracias a su radio se enteraba de todo mucho antes que el resto. Sabía todo lo que pasaba en el mundo exterior, desde qué clima iba a hacer hasta si alguna amenaza, como policías descontrolados u hordas de jóvenes salvajes sedientos de sangre,  acechaba a Villa Favorita. Puntualmente nos informaba de los cambios de gobiernos, de las guerras en países impronunciables, de todos y cada uno de los sufrimientos que las gentes que aún se agarraban a un pequeño saliente de su dignidad tenían que soportar para no caer a lugares como Villa Favorita. Pero hace unas semanas Herzio se murió. Una pequeña baba parduzca le salió por la boca, dijo “ya”, y se quedó con los ojos muy abiertos mirando algo más allá de su radio. De acuerdo a la ley de los desterrados príncipes mendigos, y tal y como hacemos siempre, lo enterramos en el salvaje solar contiguo al callejón, donde no entran ni las alimañas, y después nos repartimos sus escasas pertenencias, que incluían una cuchara, una foto de Neil Armstrong caminando sobre la luna, una vieja copia realizada a mano de El Manuscrito Voynich y su pequeña radio portátil. Yo heredé su radio. [Separa de su oreja derecha una pequeña radio portátil, le da unos golpecitos, y se la vuelve a acercar a la oreja.] Y entonces descubrí algo raro. La radio no tenía pilas. De hecho, estaba completamente oxidada por dentro, como un cuerpo descompuesto a lo largo de muchos años. [Fuerza sus ojos como si quisiera ver la radio portátil en su oreja.] Pero lo más raro de todo es que Herzio, poco antes de morir, dijo haber escuchado en ella que usted vendría precisamente hoy, y que mañana la rotación de la tierra entraría en una profunda crisis de perseverancia, como si hubiera dejado de importarle el destino de todo. 

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