Velocímetros y velocidades
Era celebrar un cumpleaños y desear desesperadamente, soplando las velas, la llegada del siguiente. Ansiábamos crecer porque queríamos ser mayores
Hablamos de finales de los sesenta, principios de los setenta del siglo pasado. Más lo primero. Jugando en la calle, en patulea por las calles, muy despejadas entonces de coches, resultaba atracción, viendo aparcado un automóvil, rodearlo.
Pegados al vehículo, como abejas en enjambre, empujándonos unos a otros, mirábamos a través del cristal de la ventanilla del conductor el velocímetro, para ver hasta qué límite marcaba. Si superaba los 120 km/h del Seiscientos de la familia –matrícula A-117977– nos parecía el no va más. Resulta curioso que de los seis coches que hemos tenido, retengamos en la memoria el número de la placa del Seiscientos, matriculado en 1968. De los otros se nos ha olvidado o dudamos. Y sí, nos empujábamos alrededor del coche para ratificar lo observado. Para comprobar si corría un montón. Y no digamos si el vehículo tenía dos tubos de escape. ¡Uf! Entonces decíamos que era "supersónico".
Pero para supersónicos de verdad, también jugando en la calle, siempre en la calle, que fue mucha escuela, algunos aviones. Sobre todo cuando sentíamos que uno había roto la barrera del sonido. Sorpresa y alborozo. Circunstancia que percibíamos como trepanación del cielo, como ojal atravesado en la tela de un firmamento pespunteado por los rastros de la propulsión. Era escuchar la explosión sónica y mirar hacia arriba, agitando manos y brazos, como privilegiados espectadores de una hazaña.
Se discute sobre quién y cuándo fue el primer hombre y ocasión que la barrera del sonido dejó de serlo. Oficialmente está registrado que el piloto estadounidense Charles Elwood Yeager –Chuck Yeager– lo consiguió el catorce de octubre de 1947, con el Bell X-1, avión experimental. Logro reclamado por el aviador alemán Hans Guido Mutke, afirmando haberlo alcanzado el nueve de abril de 1945, pilotando un Messerschmitt Me 262. También otros defienden que, poco antes que Yeager, el uno de octubre de 1947, fuera el estadounidense George Schwartz Welch; lográndolo durante un picado con un XP-86 Sabre.
Fuera quien fuera y cuando fuera, nosotros, jugando en la calle, viviendo la experiencia, la pregonábamos emocionados: —¡Un avión ha roto la barrera del sonido! ¡Ha reventado el cielo! ¡Qué fuerte el estallido! ¡Brutal!
Habíamos leído que para superar dicha barrera había que conseguir una velocidad de 1.235,52 km/h, 343,2 m/s. Esto en condiciones normales a 45.000 pies de altitud, 13.700 m. Hoy, el velocímetro de nuestro coche marca 240 km/h. Nunca he comprobado que llegue hasta ahí. No nos cautivan las prisas. Y menos conduciendo. Al contrario de aquellos años en los que admirábamos los coches que corrían más que nuestro Seiscientos, no nos llaman las prisas.
Entonces, nuestra atracción por lo veloz la trasladábamos a la avidez de cumplir años. Porque era celebrar un cumpleaños –tarta de carlota incluida, que no se nos olvide que en Villena a la zanahoria le decimos carlota– y desear desesperadamente, soplando las velas, la llegada del siguiente. Ansiábamos crecer porque queríamos ser mayores. También, de más tarde, cuando la juventud, tenemos la sensación de haber corrido demasiado. "Patada a Rilke" escribimos en uno de los versos publicados en Tríptico.
Con el tiempo se nos han agotado las urgencias. Aprovechándolos al máximo, deseamos poner freno a los días. Y sintiendo mucha satisfacción por cumplir años –mejor cumplirlos que no cumplirlos, dicen– uno siente ese cupo como pesa, como lastre deudor del vivir, por la pesadumbre de esa perspectiva en permuta cruel que nos dicta el "uno menos" antes que el "uno más". Ahora nos llama el sosiego, la calma antes que la tempestad. Preferimos la tortuga al guepardo. Pero… —Cuanto más lento, más aprisa —responde Casiopea a Momo.
Cierto.
En nuestra infancia los escasos coches que circulaban eran toda una atracción.
El jugar a adivinar las matriculas de los que pasaban (en ida y vuelta) por la vía vertebral de Villena camino de otras provincias.
Recuerdos inolvidables de una infancia feliz.