Villancicos, vaquillas y… ¡Feliz Navidad!
La Navidad no era Navidad si no íbamos a Las Virtudes
Aun siendo cúmulo de experiencias atesoradas durante años y diversas en sus características, la memoria encorseta y uniforma escenarios y contextos como si fueran eternos e idénticos, sin posibilidad de cambio año tras año. Así las mañanas de Navidad en las que acudíamos a La Virgen acompañando a mis padres. Todas las recuerdo soleadas, frías y húmedas. En Villena no riñe el sol con el frío. Mucho menos en Las Virtudes, en la ribera de la antigua laguna donde muy buena gente y la tierra gris y esponjosa exhala sus esencias lacustres mediante los vahos de los carrizales.
Allí acudíamos en Navidad los días de guardar, Año Nuevo, víspera de Reyes y Reyes. Porque la Navidad no era Navidad si no íbamos a Las Virtudes, donde la misa con la rondalla –La Compoli– y coro con sus entrañables villancicos. ¡La Compoli! Alguien nos tendrá que explicar el significado de ese nombre. Aquí no puedo olvidar los desvelos de Francisco –Paco– Valdés Abellán, hermano de José –Pepe– y hermano de mi "hermano" Luis Valdés Abellán, por preservar los cantos en su mayor pureza.
Hubo también años en los que después de la misa nos entretuvo la suelta de la vaquilla. En estos espectáculos, ya se sabe: unos disfrutan "toreando", o mejor recortando; y otros, la mayoría, observando el riesgo de los lidiadores. Yo era de los que miraban. Hay que reconocer que el divertimento tenía morbo. Más cuando a algún valiente se le observaba una valentía animada por el alcohol. Eran tiempos en los que respecto a los espectáculos con animales no importaban cosas que hoy importan. O sí, pero apenas tenían altavoz mediático.
Pasados los años, en este tipo de diversiones, se haría famoso por tierras valencianas el toro Ratón, famoso por generador de riesgo. Hasta de muertes. Ratón, yendo de plaza en plaza, de encierro en encierro, lidiado y relidiado, sabía latín; desarrolló verdadera astucia y aprendió dónde estaba el bulto. Igual que algunas de las vaquillas que conocimos en La Virgen, que de un día para otro también habían aprendido donde topar.
Pero al margen de las vaquillas, que terminarían desapareciendo, eran en Navidad los villancicos en las misas. Sobre todo. Y también, en los días correspondientes, las representaciones del belén que hermanadas con las de Cañada han ido tomando personalidad propia. Villancicos y representaciones conservando, al margen de innovaciones que las han enriquecido, esencias y costumbres que procuran que nuestra Navidad de siempre siga siendo Navidad. Así lo sentimos frente a la globalización que en ciertos aspectos destroza o contamina lo tradicional con nuevas costumbres, algunas demasiado condicionadas por el mercado.
Lejos de desdeñar mestizajes, lo que nos preocupa es el mercadeo. Es por esto por lo que apreciamos la pervivencia de aquello que más o menos transformado conserva esencias que avivan recuerdos de cuando fuimos y cuanto fuimos con los que fuimos. Especialmente con los que fuimos y ya no están. Ya se sabe que la Navidad activa por un lado la alegría de la reunión familiar y en esto mismo la tristeza de los que ya por siempre nos faltan en la mesa. Una tristeza tierna de lágrimas que escapándose tímidamente escriben en los rostros los silencios de las voces ausentes. Añorando –¡qué lástima!– el tiempo que no pudimos o no quisimos aprovechar con los nuestros.
Cierro los ojos y siento a lo lejos las melodías introductorias de las bandurrias, el acompañamiento de laúdes y guitarras, los ritmos marcados con zambombas, panderetas, panderos, castañuelas, triángulo, huesos… Y las voces, en coro y solistas. ¡Ay esas voces hermosas! Heredadas, nutridas en las lumbres de los lares.