Testimonios dados en situaciones inestables

Y me digo que de este hotel emana algo oscuro e inquietante (I de IV)

Aparco frente al hotel en una zona inapropiada, ya que la zona habilitada está ocupada por un autobús que está pariendo por sus dos puertas, como si de un enorme insecto se tratara, personas de edad siniestramente lejana a la de larva. Van vestidos con la flexible uniformidad de los grupos de jubilados de nivel económico y cultural medio. Se ven muchas bermudas ocres y azules, camisas y vestidos floreados, sandalias y mocasines náuticos con calcetines blancos, gorras publicitarias, sombreros de paja y abanicos baratos de tiendas chinas.
El grupo desprende una alegría que conmueve, considerando las geológicas y achacosas acumulaciones de años. Algunos parecen, debido a su vestimenta y actitud, niños que hubieran envejecido súbitamente, como en un efecto especial de cine. Entro al vestíbulo tras ellos, lo que significa que debo esperar a que las dos jóvenes recepcionistas de actitud sospechosamente amable despachen a todos los larva/jubilados hacia sus habitaciones. He dejado en el coche a Valentina (mi mujer) y a nuestro hijo (Flavio). Para no perder el turno llamo a Valentina con el móvil para decirle que voy a tardar y que así no crezca en ella un enojo que precipite las vacaciones por una pendiente de disgusto callado pero corrosivo. Su tono de voz no me tranquiliza. Aprovecho la espera para contemplar el enorme vestíbulo circular, de cuatro pisos de altura y quizá treinta metros de diámetro, rodeado, a modo de gradas, por las barandillas de los pasillos de las habitaciones, y coronado por un enorme lucernario que produce una luz irreal, como de acuario vacío. Aquí y allá hay macetones con pequeñas palmeras que parecen artificiales y sillones de espera de diseño insustancial. De las barandillas caen plantas colgantes que también parecen artificiales. Me parece ver que un hombre que lee el periódico sentado en un sillón me mira de reojo apartando ligeramente las hojas de papel. Después de veinte minutos una recepcionista me atiende con una sonrisa empalagosamente profesional. Parece ser que no quedó completamente claro por teléfono, cuando hice la reserva, que la promoción incluía la estancia gratuita del niño. Me niego a pagar el suplemento poniendo cara de Tony Soprano. La recepcionista consulta el ordenador, habla con un superior, y finalmente me suelta otra sonrisa desesperante y dice que todo está arreglado. Sospecho que se trata de una estratagema para intentar cobrar suplementos a clientes pusilánimes. Decido que no la incluiré en mis oraciones de antes de acostarme. Suena el móvil. Es Valentina. Descuelgo diciendo que voy para el coche. Su “ya era hora” lleno de altibajos tonales para lo corta que es la oración presupone consecuencias matrimoniales inciertas. El autobús ya se ha ido, de modo que subo al coche y lo coloco en el lugar habilitado para descargar los equipajes. Valentina parece estar decidiendo entre perdonarme malévolamente o ignorarme sin más por haber tardado tanto. Bajamos el equipaje y les digo que esperen, que voy a intentar aparcar el coche. El claramente insuficiente aparcamiento del hotel es gratuito, pero sin reserva. Se trata de tener suerte. No la tengo. Fantaseo con explosiones sucesivas que levantan, uno tras otros como en una ola de estadio deportivo, los coches aparcados, y finalmente decido buscar un sitio en la calle. Llamo a Valentina por el móvil para explicárselo, y su silencio no vaticina próximas comunicaciones fluidas. Consigo aparcar el coche ¡después de tan solo veinte minutos y a tan solo cinco calles!, y regreso al hotel sudoroso después de una breve pero intensa carrera. Valentina me mira con cara de “¿algo más?”, y yo cargo con las dos maletas hasta el ascensor. Es de esos acristalados, y mientras sube contemplo toda la impersonal y reverberante enormidad del vestíbulo, y también al hombre que antes leía el periódico y que ahora sigue con la vista y sin disimulo la trayectoria del ascensor. Debe tener unos cincuenta años. Luce un fino bigotito y viste traje marrón, que convengo es de color Cola Cao poco diluido. Lleva camisa azul y corbata también marrón pero color Nesquik. Cuando el ascensor se detiene, el hombre se levanta y se dirige con paso enérgico hacia las escaleras. Empiezo a sospechar que nos persigue. Ya en nuestra planta (4ª) y camino de nuestra habitación, veo a una mujer, con mascarilla de esas que tanto le gustan a los neuróticos japoneses, cerrar desconfiadamente una puerta a nuestro paso. Al fondo del pasillo cruza, como un fantasma, el hombre del traje color Cola Cao, y me digo que de este hotel emana algo oscuro e inquietante. [Continuará.]

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