Testimonios dados en situaciones inestables

Y me digo que de este hotel emana algo oscuro e inquietante (II de IV)

Llegamos a nuestra habitación del hotel. Estoy casi seguro de que el hombre del traje color Cola Cao nos está observando desde algún lugar, pero intento actuar con naturalidad. Introduzco la tarjeta magnética y abro la puerta. La habitación tiene las medidas justas para no enloquecer si hubiera que cumplir en ella una condena de tres a seis meses. Tiene una cama normal (apunte optimista) y una supletoria diminuta (apunte más optimista).
Eso sí, tiene un balconcito que da al mar, lo que calculo que supone el 90% del precio que cuesta. Dejo las maletas junto a la pared, Valentina va directa al baño y Flavio se desploma sobre la cama supletoria con esa profesional desgana de los niños preadolescentes hastiados y groseramente independientes. Tiene doce años, pero está larguirucho y a punto de eclosionar hormonalmente. Solamente habla con monosílabos, siempre parece enfurruñado, considera que todo es injusto y detesta a sus progenitores. Le digo que no ponga las zapatillas sobre la cama y me contesta con un berrido prehistórico. Valentina regresa del baño. Lleva cara de resignada penitencia, pero sé que por dentro está encantada de estar aquí. Lo que ocurre es que odia todo el asunto de la logística y el trasporte. En cuanto pueda se irá a la piscina y pasará allí toda la semana, tostando su ligero sobrepeso doméstico. Después de interiorizar nuestra nueva condición de inquilinos turísticos, abandonamos la habitación en dirección al buffet. Bajamos en el ascensor acristalado hasta la planta 1 (o Aguamarina; también está la planta Amaranto, la Arlequín, la Ámbar, y la Amatista). Cuando llegamos al buffet nos encontramos con una cola como de papeleo en oficina pública. Valentina y el niño se quedan guardando turno y yo me adelanto para enterarme del motivo. Un tipo, más disfrazado que vestido de camarero (se nota que es un trabajador temporal con el traje de otro), me comunica que nuestro número de habitación pertenece al segundo turno, y que faltan veinte minutos. De regreso a nuestro puesto en la cola observo que el hombre del traje color Cola Cao también guarda turno unos puestos por delante de nosotros. Hace como que lee el periódico, y al pasar yo a su lado aparta las hojas de papel y me mira con ese disimulo que resulta, al contrario de lo que pretende, completamente revelador, insidioso e incómodo. Llego hasta Valentina y el niño, y la cara de mi mujer me comunica su desagrado por los desajustes horarios. Le digo que puede ir a dar una vuelta, que yo guardo el turno. Se va. El niño se repantiga en un sillón del pasillo con cara de abismo posinfantil. Yo miro bovinamente el escaparate de la tienda de regalos cerrada que está a mi izquierda. Quince minutos después regresa Valentina. Veinticinco minutos después nos dan paso al buffet. Cogemos mesa y cada uno de nosotros se va por su cuenta a llenar su plato. Por alguna razón metabólica que desconozco, toda la comida me parece recelosamente insalubre. Quizá tengo el estómago desencajado por el viaje, el calor y las novedades. El caso es que todas las especialidades que están cocinadas me crean dudas sobre sus ingredientes que no sé contestarme. Las fuentes con hortalizas para la ensalada las veo forrajeras y desabridas. La disposición de grasosos embutidos en escalas medio destruidas por los comensales me repulsa y me llena de desánimo. Las salsas me parecen inevitablemente salmonelosíticas. Las frutas peladas rezuman cierta baba que únicamente yo veo. Y los postres dulces se me presentan como una exacerbada competición de mostrar cantidades obscenas de azúcar de formas diversas. Decido coger pan y aderezarlo con aceite y sal. Cuando estoy en ello, el hombre del traje color Cola Cao se sitúa a mi lado con un plato desvergonzadamente lleno de langostinos, presupongo que para disimular, y dice en voz baja y sin mirarme: “¿Hay algo que usted quiera contarme?”. El corazón me da un sobresalto y contesto mecánicamente que no. A continuación, y después de lanzarme una mirada desconfiada, se escabulle silenciosamente con su plato de langostinos. Regreso a nuestra mesa y lo busco con la vista, pero no lo encuentro. Solamente veo a los comensales dando vueltas alrededor de las bancadas de alimentos como una tropa desorganizada de usureros a la caza de un beneficio fácil. Intento tranquilizarme. Vuelve Valentina y me dice que parezco pálido. Mira mi plato y añade “¿no te gusta la comida?”. Le contesto que sí, cariño, que todo es perfecto y que me lo estoy pasando rematadamente bien. [Continuará.]

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