Testimonios dados en situaciones inestables

Y me digo que de este hotel emana algo oscuro e inquietante (III de IV)

Después del buffet, Valentina, el niño y yo regresamos a la habitación. De camino pienso que, después de la escenita en el comedor, es obvio que el hombre del traje color Cola Cao pretende algo de mí. Decido que si me busca, estaré preparado.
Ya en la habitación nos equipamos para el siguiente, saludable y principal servicio/promesa del hotel, que no es otro que Las Piscinas De Agua Más Cristalina Que Usted Haya Visto Jamás (en adelante Las Piscinas). No es mi actividad preferida, pero me digo que debo fortalecer los lazos familiares intravacaciones. Bajamos en el ascensor acristalado hasta la planta 0 (o Amatista). Las tiendas de regalos ya han abierto. Supongo que pronto serán inspeccionadas por Valentina para adquirir las tópicas baratijas para familiares y amigos. Las enormes y numerosas puertas acristalas rematadas en arco de media punta que dan paso a Las Piscinas enmarcan, creando un contraluz repetitivo y enfático, la idílica imagen de ovalados estanques de agua centelleante conectados entre sí y rodeados de césped artificial, palmeras enanas también artificiales, algunas sombrillas (apunte optimista) y un ejército de hamacas que, como si hubiera acatado la orden de romper la formación hace unos segundos, coloniza casi todos los rincones que abarca la vista. La zona está burbujeantemente concurrida, aunque cae un sol que podría taladrar un sarcófago nuclear. Los larva/jubilados que han llegado esta mañana parecen estar todos aquí. Ahora van lisonjera y tiernamente ligeros de ropa, Se mueven animadamente en corrillos, gastándose bromas en voz alta como si estuvieran en un club privado y poniéndose cantidades obscenas de protector solar para tumbarse y, le oigo decir a uno, “relajarse de una vez”. Decido no mirar para no tener la impresión sicodélica de que les veo crecer los melanomas. Además de que siempre me ha deprimido la chabacana alegría de las barbacoas. Nos colocamos en la zona delimitada para que se bañen los niños, donde se ven muchas parejas de mediana edad ignorándose civilizadamente entre ellos y acompañadas de hijos que abarcan toda la escala de agudos y no se cansan de demostrarlo. Cogemos unas hamacas cerca de una sombrilla. Coloco la mía bajo su influencia, dispuesto a echar una cabezada sin riesgo. El niño se va a la piscina. Valentina se va al bar a por su primer Dry Martini. Seguramente pasará el resto de la semana con uno en la mano. Las hamacas son de esas de plástico que te dejan todo el cuerpo como si te hubieran presionado contra un colador. Coloco la toalla para evitarlo, me tumbo sin quitarme la camiseta y cierro los ojos. El espacio sonoro es una anárquica y aburrida composición de música sinfónica contemporánea. Intento no pensar en nada; en nada; en nada... Y un susurro rancio y grave se oye por encima de mi cabeza diciendo “puede contárnoslo ahora; todo será más fácil”. Me giro bruscamente y veo al hombre de traje color Cola Cao, acompañado de su fiel periódico deportivo que ya está claramente arrugado de tanto abrirlo y cerrarlo con dramático disimulo, sentado justo en la mesa que está detrás de mí. Nuestra zona de hamacas está pegada a la terraza del bar, lo que le ha facilitado acercarse a mí. Esta vez estoy más ágil, y le contesto “¿qué quiere usted?” con actitud entre extrañada y retadora. El hombre arquea las cejas por encima de la noticia de no sé qué fichaje de futbolista estelar y me mira pasmado, como si mi actitud fuera del todo inadecuada. Después su mano derecha suelta el periódico y me señala inquisitivamente con el dedo índice mientras declama súbitamente inflamado “¡usted... usted no sabe a qué está jugando!”, y se levanta y se va agitando los brazos y saltando como alguien después de pagar la factura del dentista. Me quedo confundido y preocupado. La situación empieza a ser insólita. Intento evaluar si debería hablar con alguien del hotel, pero me resisto a iniciar un conflicto oficial. El niño vuelve de Las Piscinas con cara de dopado y se derrumba en su hamaca como si alguna especie alienígena le hubiera sorbido los glóbulos rojos. Valentina regresa con su Dry Martini. Me mira y dice, con su humor de enterrador, que parece que me está empezando a dar un infarto. Se sienta en su hamaca y da un lento sorbo a su copa. Le digo, acercando mi cabeza conspirativamente, que quizá estemos en peligro, y ella suelta una risotada brusca y neurasténica, como de tertuliana de programa de tele realidad, y se recuesta pomposamente. [Continuará.]

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