Testimonios dados en situaciones inestables

Y se la llevaron al hospital haciendo sonar la siempre triste sirena de la ambulancia

Mi hermana menor, de 12 años, tuvo un súbito e injustificado ataque de felicidad extrema y tuvimos que llamar al Servicio de Asistencia Médica de Urgencia, Estabilización, Rescate, Traslado y Óbito (SAMUERTO) para que la socorrieran e inmovilizaran, porque en su estado temíamos que pudiera hacerse el bien a sí misma o a las personas que estábamos cerca.
Los sanitarios y personal de seguridad de la unidad móvil consiguieron sedarla a la fuerza con fuertes dosis intravenosas de informes sobre Comercio Internacional De Alimentos Básicos Y Mortalidad Infantil Creciente: Una Apuesta Ganadora. Después la colocaron sobre una camilla, la ataron con unas gruesas correas y se la llevaron rápidamente al hospital haciendo sonar la siempre triste sirena de la ambulancia a través de una ciudad sepultada bajo un primitivo y lluvioso otoño. Una vez ingresada y estabilizada, la instalaron en una habitación especial equipada para estos casos, sin ventanas que pudieran interferir anímicamente en el espacio-tiempo del tratamiento. Solamente un televisor sin sonido emitiendo documentales de guerras y catástrofes proporcionaba al cuarto un suave parpadeo hipnótico y descorazonador. En ese escenario, mi hermana, envuelta en las sábanas corporativas de la institución y unida por decenas de tubos y cables maternales a la máquina de control de constantes vitales, parecía una hermosa crisálida esperando plácidamente una transformación milagrosa. El doctor nos dijo que las primeras cuarenta y ocho horas eran transcendentales para determinar la progresión de la dolencia. Dijo que siempre hay que tener esperanza, que la naturaleza humana es muy fuerte, y que la infelicidad casi siempre termina abriéndose paso. A los pies de su cama, mis afligidos padres se preguntaban “¿Qué hemos hecho mal para que esta niña nos haya salido tan… positiva?” entre interminables y penosas llamadas de trabajo. [Pausa.] Los dos días pasaron muy despacio, pero finalmente la máquina de control comenzó a variar la intensidad de sus pitidos y mi hermana abrió los ojos tímidamente. Todos estábamos reunidos y expectantes alrededor de su cama. El ambiente de la exigua sala era una niebla seca empapada de olores a sueros y desinfectantes. Es decir, flotaba en el aire el presagio de una codiciada infelicidad. Mi hermana, con semblante aturdido y los párpados amoratados, lentamente barrió con su cansada mirada la habitación, y después volvió a recostar su cabeza y a cerrar sus ojos, mientras una incipiente risita torcida se le dibujaba en la cara. Mi madre se tapó la suya mientras decía “no puede ser, no puede ser” y su teléfono no dejaba de vibrar. La risa de mi hermana empezó a ser audible y ligeramente inconexa. Mi padre giró su cabeza hacia el vacío de la pared gesticulando extrañas muecas de desaprobación. En el televisor apilaban docenas de niños sacrificados a causa de la infección y los quemaban. La cara de mi hermana era ya un sincopado encabalgamiento de sonoras risotadas enajenadas. Las luces fluorescentes de la habitación empezaron a parpadear. La felicidad que emanaba del cuerpo de mi hermana comenzó a hincharse y a crecer y a interferir en el campo gravitatorio y magnético y en los sistemas parasimpáticos cercanos, mientras mis padres se arrodillaban y experimentaban una vergüenza y gratitud infinitas por sentirse tan llenos de infelicidad, y yo conseguía salir a tiempo de la habitación para ver cómo el personal sanitario corría histérico por los pasillos maldiciendo la maldita y feliz epidemia que ya estaba claramente fuera de control.

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