Testimonios dados en situaciones inestables

Yo lo que más aprecio en mi hombre es su fe

Otras mujeres valoran en sus maridos que sean trabajadores, que se pasen doce horas al día bregando con empleos miserables retribuidos con sueldos ridículos y con el básico cometido de poder llevar algo de dinero a casa para que a la familia no le falte un cocido que llevarse a la boca o un chándal de Nike para el crío.
Otras aprecian que sus maridos sean viriles, tipos de brazos como columnas dóricas que siempre llevan camisas de manga corta desabrochadas hasta la base del esternón aunque sea diciembre, tipos que hasta los cuarenta años van manteniendo cierta gracia en su desvergonzada y vulgar arrogancia, y que a partir de cierta edad van completando su gallarda figura con un vientre que cada día les precede un poco antes cuando entran al bar. Otras aprecian que sus parejas sean, ante todo, de eso que indefinidamente se suele denominar De Buena Familia, esos hombres rancios y estirados por la suficiencia que les da saberse pertenecientes a un árbol genealógico agraciadamente afortunado en los casorios o astucias de la corte. Otras valoran que sus hombres tengan simple y elementalmente dinero, mucho dinero, sean bajos, altos, gordos, flacos, tontos, listos o cualesquiera otras características físicas, psíquicas o sociales. Que tengan toneladas de dinero para poder entregarse a la hipnótica pasión de transformarlo continuamente en cosas (generalmente caras e inútiles, que son las que más gusto da comprar) y poder olvidar que están casadas solo por dinero. Otras aprecian por encima de todo que sus hombres sean guapos, limpios y guapos como un catálogo de cocinas de diseño, envueltos en esa exótica y narcótica bruma de colonias complejas y de dispersas gotitas de inmaculada sudor sobre las sienes que les acompañan al salir del gimnasio vestidos de Emidio Tucci o Adolfo Domínguez. Otras tienen como prioridad que sus maridos sean inteligentes y ocurrentes, de esos que siempre tienen una puntualización a cualquier comentario, que se adelantan a las opiniones de los demás, y que son capaces de recitar citas de memoria que a la mayoría de la gente les costaría simplemente leer de un tirón. Otras lo que quieren de sus compañeros es que sean sencillamente buenos, buenos y amables y que hablen bajito y que den siempre la razón y que nunca se metan en problemas y que pasen desapercibidos como papeleras en esta santa ciudad. También las hay a las que les gusta que sus maridos sean del tipo cascarrabias, que refunfuñan por todo y siempre tienen el entrecejo fruncido como un pliegue tectónico, tipos cenicientos que nunca sonríen y que se odiarían si descubrieran que en alguna célula de sus cuerpos habita un minúsculo sentimiento hacía algo o alguien. Las hay incluso que prefieren a eso que siempre hemos llamado Sinvergüenzas, hombres intrínsecamente malos, sea cual sea su versión, de los que están dispuestos a matar o a robar o a producir todo tipo de consecuencias catastróficas y excitantes. Pero yo lo que más aprecio en mi hombre es su fe.
- ¡¿…?!
- Sí, cree que lo que han hecho los jefazos de su partido no es robar, sino demostrar a todo el mundo que si ellos han podido hacerlo imagínate lo que podrían estar haciendo los de otros partidos. Sí, es un santo, incomprendido, pero un santo (como sus jefes, por supuesto).

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