Estación de Cercanías

Yo me quedo

Y no iré mañana sábado en Madrid a manifestarme con aquellos ciudadanos que consideran la reforma de la ley del aborto aprobada por el gobierno de España como libertina y banal para con una opción que se les antoja contranatura y a la que profetizan un uso desbocado semejante a cualquier actividad gozosa.
Yo no asistiré, ni tan siquiera estaré con ellos apoyando desde la distancia, y no porque considere que el aborto es siempre la única salida a un embarazo no deseado; no lo haré porque la lógica me dice que aparte de no deseado un embarazo puede ser forzado o forzoso, inconveniente o desgraciado, sin que ninguna de estas posibilidades me haga persignarme ante su consideración, ni considerarme una hereje contra la existencia al reconocerlas, pues el mapa de mujeres, de posibilidades y situaciones se ensancha en la misma proporción que embarazos se producen.

No iré porque los totalitarismos que anulan al semejante lo empobrecen moralmente, atribuyéndole una filosofía nociva y peligrosa para el resto o le cuestionan en el uso de un libre albedrío del que ellos disponen igualmente, son tan radicales como el objetivo que pretenden neutralizar y los dioses en tierra no me van. Basta con analizar la arenga que para insuflar a sus hordas ha lanzado Benigno Blanco, presidente del Foro de la Familia, para darse cuenta del uso rastrero y vil que hace este representante de la familia de esa vida que tanto defienden. Este señor ha dicho que “en contra de lo que dice el Gobierno, el debate no está cerrado y menos para los millones de españoles” que no cesarán “hasta que no haya ni un solo aborto en España”. O lo que es lo mismo: lucharemos hasta que ninguna mujer pueda hacer uso de su libertad de elección con respecto a un tema que condicionará su vida para siempre, para que acaten nuestros idearios, creencias y pareceres, y le ayudaremos en su obligación de llevar a término el embarazo, pues todas las mujeres que deciden abortar son víctimas de una sociedad que no les ofrece alternativas a la maternidad sin excepciones y aquí estamos nosotros, salvadores de la humanidad, para sacaros de vuestra enajenación y así evitar que os convirtáis en asesinas.

Todavía me dura el escalofrío que me atravesó de punta a punta cuando leí tamaña barbaridad. Ignominia que no reconoce las mutaciones que la naturaleza engendra condenando a esa vida al inframundo de la no vida. Ignominia que no contempla la realidad de que no todas las madres son buenas, ni adecuadas, ni deseosas de serlo, ni todos los padres maravillosos, responsables y convenientes. Atrocidad que para nada se hace cargo de la vida tras el alumbramiento, quedando varado en ese preciso instante sin reconocer los días que siguen al parto como los más importantes del mismo. Disparate que olvida que yo y cualquier mujer somos dueñas de nuestros cuerpos y como tales propietarias actuaremos, pues abortar no es un dulce caramelo a comer y sí una importante decisión que pone en riesgo nuestra propia vida sin que nadie tenga que venir a decirnos cómo proceder y menos a poner en entredicho nuestra capacidad de razonamiento, de meditación y de decisión en contraste con las que tiene otros valores o al hombre que jamás se verá en similar encrucijada.

Y no iré, señor Blanco, porque no puedo soportar la hipocresía de aquellos que después de dicho lo dicho, van a pintar sus pancartas con un lema que dicen defiende a la mujer y la maternidad, “Cada vida importa”, tergiversando realidades con la pretensión de llenar su convocatoria a costa de una dignidad femenina que no mira desde su corto enfoque.

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