Literatura

1937: El refugio

Era una mañana con la visita de aviones bombarderos y los habitantes se habían cobijado en las cuevas del castillo. No podía decirse que no pudiera entrar más gente pero, comparado con el refugio de la Plaza Mayor, era todo un palacio.
El viejo Pascual oficiaba de narrador de noticias. La mayoría dejaba escapar el tiempo manteniendo la mirada perdida, sin llegar a ocultar su preocupación. El pequeño Justo se encontraba en la entrada, deseando que cesara el sonido de la sirena y de las campanas de la Iglesia de Santiago para continuar con sus quehaceres.

—Cuando cerré los ojos, la bomba descendía hacia los trenes —Pascual hizo una pausa para añadir suspense—. Y cuando los abrí, allí estaba, incrustada en el vagón, sin estallar.

Varios asintieron con la cabeza. Otros permanecían abstraídos y ajenos al relato.
Pascual miró con los ojos entrecerrados al miembro más joven.

—¿Sabes qué hubiera pasado si la bomba hubiese funcionado, muchacho?
—Que la explosión te hubiese alcanzado —dijo Justo.
—Así es. A mí y a los muchos que se encontraban en el andén. La estación estaba repleta. Y no solo eso, ...
—¡Todos sabemos que los del frente nacional lanzaron dos bombas que no explotaron, anciano! —interrumpió un hombre con un gran bigote.
—Cállate o estropearás la historia antes del final —dijo el muchacho con boina—. Deja que Pascual siga, ¿o es que tienes algo mejor que hacer?

El hombre de bigote contuvo sus palabras y permaneció inquieto en silencio.

—Bueno, así pasó. Al momento lanzaron una segunda bomba. Para entonces ya me había alejado lo suficiente como para ver dónde impactó. La estación seguía llena de gente y fue un milagro que tampoco estallara.

El ensordecedor sonido de los aviones resonó dentro de la cueva, silenciando a todos los presentes durante unos minutos en los que tan solo un bebé pudo interrumpir el silencio con su llanto.

—Tener que estar aquí es culpa de los socialistas y los anarquistas. Nos han metido dentro de la zona roja —dijo el hombre con bigote.
—¡Qué diantres! —respondió el muchacho de la boina—. La culpa es del bando nacional, ¿o quién crees que pilota esos aviones?
—Algunos dicen que llevan la cruz de los alemanes —protestó el hombre con bigote.
—Suponiendo que fueran los alemanes, ¿quién crees que les ha hecho venir? ¿Los rojos o los nacionales?

No fue necesario que pasaran de nuevo los aviones para que se repitiera el silencio. Justo continuaba en la entrada, deseando que se alejaran. Estaba cansado de las constantes peleas sobre temas que no entendía y que cada vez tenía menos ganas de entender.

—Si no hubieran quemado las iglesias y hubiesen expropiado a los señoritos no estaríamos en esta situación —dijo el hombre de bigote.
—Eso solo sucedió al comienzo de la república —dijo el muchacho de la boina—. ¿No te alegra que le hayan dado una lección a esos negreros?
—Esos negreros me daban de comer.
—¿No te das cuenta que comías las migajas que le sobraban de sus banquetes?
—Ya no importa. Mal sea que no se nos caiga el castillo encima.

Justo observó al viejo Pascual mientras se sentaba con un frustrado resoplido. Aquel gesto de decepción significaba que habían terminado sus historias en aquella reclusión. Sus historias carecían de emoción, pero eran de lejos lo más divertido de aquellos encierros.

El niño se asomó y deseó con todas sus fuerzas que los aviones se marcharan lo antes posible. No para volver a la escuela, ya que no recordaba la última vez que había acudido, sino porque aún estaba a tiempo de pasear el ganado del vecino a cambio de algo de comida.

Autor: Javier H.G. Belze
Ilustraciones: Gaspar Satorres Gil

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