Literatura

1803: La nueva acequia

Cosme lanzó una piedra a la acequia recién construida, descargando su furia contra el agua. El amanecer alumbró las gotas que saltaron tras el impacto. El condenado canal había ahogado su suerte.
Una vez se sintió más calmado, halló las fuerzas para acercarse hasta el ayuntamiento. A pesar del viento en la zona, la primavera había acercado una temperatura que le permitió avanzar con ligereza por los campos. Marchó sin detenerse un solo instante. A fin de cuentas era lo que había hecho durante más de treinta años. Marchar de un sitio para otro, sin parar.

Su mirada se perdió por el horizonte sobre la laguna, o lo que quedaba de ella. Apenas la habían conectado a la maldita acequia y ya no la reconocía. Aquellos tramos de solaje tampoco atraían a los animales que antes abundaban. Las codornices no se veían como antes. Tampoco las garzas. Ellas habían marchado mucho antes de que llegara el frío, de seguro, para no retornar. Escaseaban los venados y los corzos, casi tanto como los cazadores. Otros con su mismo oficio habían sido más hábiles años atrás, aprendiendo otras profesiones, como la del campo, o incluso con la de las abejas, que tanto había proliferado. Sin embargo, era tarde para Cosme. Veía cómo se escapaba el agua donde bebían los animales que cazaba y, lo que es más importante, donde rondaban los animalillos con los que estos se alimentaban, lo que le había llevado al punto de quedarse sin carne para vender en el mercado del próximo jueves y sin un solo real para comprar pan.

Pese a que seguramente hubiera llegado de forma más directa por la calle de la Iglesia de Santiago, cruzó por la plaza Mayor hacia el arco que había sobre la antigua puerta de la Villa. Bien por la costumbre de ir cada jueves a montar su puesto, bien por la curiosidad de ver la vieja torre del Orejón, aunque fuese demasiado temprano para disfrutar de la sonrisa burlona de la torre que anunciaba el mediodía.

Una vez en el ayuntamiento, tuvo que aguardar a la finalización de la reunión de numerosos burgueses y colonos. Algunos eran villenenses mientras que otros parecían forasteros.

Pasaron uno tras otro al despacho del Alguacil Mayor. Todos repetían las mismas cuestiones, tratando de informarse sobre los diezmos para poder cultivar los nuevos campos. Eran los terrenos que estaba dejando la laguna al desecarse. Ojalá tuviera él los reales necesarios para poseer sus propias tierras y asalariar campesinos jóvenes para cosecharlas. Sin embargo, se conformaba con tener para comer.

Cosme dio varias cabezadas mientras esperaba. Estaba cansado de escuchar al alguacil repetir que los nuevos diezmos de aquellas tierras ya no correspondían ni al ayuntamiento ni a la tesorería de Murcia, sino a la Real Hacienda, que había impuesto que los diezmos se abonaran a la iglesia. Solo cuando sus tripas le anunciaron el acercamiento al medio día llegó su turno para entrar al despacho del Alguacil Mayor.

—Entiendo que le afecte el cambio, mas no es algo obrado a la ligera —dijo el Alguacil—. No es casualidad que se llame Acequia del Rey. Su majestad Carlos IV ha ordenado construirla.

—¿Y qué voy a hacer?, ya no puedo cazar como antes —dijo Cosme con ceño fruncido.

—Don Cosme, el canal ha costado casi un millón y medio de reales, todo un esfuerzo para a la Tesorería de Murcia. Entienda que aunque le perjudique, no podamos hacer nada al respecto.

Poco le calmaron las explicaciones del Alguacil. Cosme se quedó sin palabras con una expresión de desánimo y decepción. Aquella reunión era su última esperanza que menguaba por momentos, como el agua de la laguna. Solo quería tener para comer, pero con su edad no se sentía con fuerzas de aprender y competir en otro oficio. El Alguacil se levantó de la silla para dejarse caer sobre el escritorio.

El Alguacil sacó varios documento del cajón y se los mostró:

—Aquí está. En la Real Orden de 23 de Abril y del 15 de Junio. Ha sido proyectada por el mismo arquitecto del Rey, el mismo Juan de Villanueva que ha construido el Real Jardín botánico de Madrid o el Real Observatorio. También el mismo que ha iniciado la construcción un Museo Real de Pinturas en la Villa de Madrid y ha reformando su Plaza Mayor.
Es un honor para Villena, pese a que no llueva a gusto de todos —dijo el Alguacil.

—El honor no me dará de comer —dijo Cosme, perdiendo la paciencia.

—Disculpadme —interrumpió con acento castellano uno de los burgueses mientras entraba al despacho—. No he podido evitar escucharles. Da la casualidad que necesitaré un hombre con la madurez y el valor de este villenense. Alguien que vigile de mis tierras en Villena y Pinoso mientras yo esté en Escalona. Claro, entiendo que el Ayuntamiento de Villena podrá colaborar de alguna forma para que pueda darle su jornal.

El Alguacil Mayor se asomó fuera, asegurándose que no había nadie que pudiera haberles escuchado y cerró la puerta del despacho.

—¿Le gusta el Aguardiente? —dijo el burgués.

—Sí —dijo Cosme.

—Haremos el mejor Aguardiente de toda la península, pues.

Autor: Javier H.G. Belze
Ilustraciones: Gaspar Satorres Gil

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