La Rockola de Fernando

A cuestas con la libertad

Tuve la suerte, durante mi primera etapa escolar, de tener un maestro, nada de profesor o docente, maestro así, a secas, de esos que vivían su trabajo como una suerte, que arriesgaban su capital en una escuela privada sin subvención de ningún tipo y que, haciendo caso a lo que solicitaban los padres de aquella época, si “hacía falta” te soltaban un cachete o una nalgada.
No permitían bajo ningún concepto que se les tuteara y con ello, eliminaban ese “compadreo” actual de “profe enrollado”. No. A él se le llamaba Don Miguel y se le hablaba de Usted. Si se le encontraba por la calle, se cruzaba de acera y se le saludaba correctamente, y si iba acompañado de su señora, Doña Asunción, se saludaba primero a la señora.

Tenía un gran predicamento entre sus colegas y se ganó a pulso el título de maestro ejemplar. También el cariño del barrio, el respeto de padres y alumnos y con el paso del tiempo el recuerdo de aquellos que fuimos sus educandos. Vestía de riguroso traje gris, que tan solo cubría con un guardapolvo cuando debía escribir en la pizarra, y nunca tuvo inconveniente en hacer quedar a aquellos que iban más atrasados, al terminar las clases, para en reducido grupo intentar que se pusieran al mismo nivel de los demás.

Eran los tiempos de la famosa Enciclopedia Álvarez, compendio del saber mundial y en el que estaban todas las asignaturas que se daban, salvo Formación del Espíritu Nacional y Religión. El segundo era un simple catecismo y el primero en mi caso no solía tener ni libro, tan solo unas hojas que nos hacían copiar a mano para el día del examen y que bastaban para cubrir el expediente. Nunca profundizó ni hizo bandera D. Miguel de aquellas dos asignaturas, cosa que, ahora con el tiempo, hacen ver el gran talante que tenía aquel hombre y que para sí quisieran muchos "consellers" o ministros de educación actuales.

El horario semanal, sábados mañana incluidos, era muy simple: se daban todas las asignaturas de que constaba la enciclopedia a lo largo de los días, de manera que nada se dejaba por tocar; se alargaban más los temas de difícil comprensión y menos aquellos que se cogían con facilidad. Se prestaba mucha atención a lo que eran matemáticas básicas y también las comerciales (reglas de tres, repartos proporcionales, etc.), a la escritura con buena letra y sin faltas de ortografía y a todo aquello que nos sirviera el día de mañana para ser hombres de bien.

Fue allí donde aprendí a recitar los primeros versos... “en las mañanitas del mes de mayo, cantan los ruiseñores, retumba el campo”... y también fue D. Miguel el que vio en mí algún talento para la narración y el dibujo y lo alentó desde aquella temprana juventud.

No obstante, si había un día de la semana que yo esperara con impaciencia, siempre fue el viernes por la tarde. Era el día del dictado y ese dictado salía invariablemente de un libro que, en forma de leyendas o relatos, encerraba unas pautas de vida y unos consejos vitales que luego, a lo largo de mi vida, he ido comprendiendo que fueron una gran enseñanza. Recuerdo algunos de ellos todavía e incluso el título: “Por no agacharse, aquí esta Juan...”, una pena que no recuerde el título del libro para poderlo buscar donde fuera, es o era una joya que no me importaría regalar a mis nietos algún día.

Pero recuerdo sobre todo uno. Uno muy especial y que se repetía como dictado varias veces al año y en el que se nos enseñaba la gran diferencia entre libertad y libertinaje, del cual recuerdo su mensaje esencial: la libertad de uno acaba donde comienza la del otro, de no ser así se convierte en libertinaje.

Viene esto a colación porque veo a mi alrededor, y cada día más, personas, políticos, profesionales, que se ve no recibieron aquellas enseñanzas. Gente que ejerce lo que consideran SU libertad, sin tener en cuenta la libertad de los demás. Actos sencillos que en casi todos los casos se tachan de mala educación, pero que no, son simple y llanamente libertinaje. Aquellos que atacan mi libertad a no ser molestado en mi casa, a que se respeten mis creencias políticas o religiosas sin que me tachen de facha o beato, a que nadie se cuele en una fila del supermercado o más grave, que pretendan imponerme una lengua, una forma de vida o una educación para mis nietos.

Ya hace muchos años que murió D. Miguel, pero sin embargo, raro es el día que no lo recuerde y que no agradezca todas aquellas enseñanzas, simples, inútiles las llaman ahora, pero que han hecho de mí gran parte de lo que soy y que sentaron las bases para que aún no haya terminado con mis ansias por aprender.

Esté donde esté, gracias, D. Miguel.

(Votos: 0 Promedio: 0)

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Mira también
Cerrar
Botón volver arriba