Abusos monetarios
Hace ya mucho tiempo de aquel viejo debate en Europa sobre el difícil equilibrio entre el derecho del sector privado en un mercado capitalista y por lo tanto, libre, y la obligación del Estado en intervenir cuando considere que la libertad se convierte en atropello. Básicamente estos ejercicios malabares se hacían en el centro y norte del continente, en países de mayor tradición y cultura democrática. Es claro que, en un mercado libre y capitalista, las empresas privadas tienen legítimo derecho a potenciar su negocio, expansionarlo y aumentar sus ventas, por supuesto. Pero no todo vale y no todo a cualquier precio.
Es aquí donde intervenían los gobiernos, ordenando, legislando, controlando para que la libertad financiera, empresarial y privada no se desmadrara y se fuera de rositas. Esa batalla está hoy casi perdida porque hasta las instituciones han bajado la guardia. Ejemplos en nuestro país hay muchos y, teniendo en cuenta que de la libertad se pasa en un santiamén al libertinaje y que hay quienes piensan que las autoridades miran hacia otra parte, de esa forma convivimos en un mundo de jauja e impunidad.
Tramas de corrupción han sido creadas en parte porque la Comisión Nacional del Mercado de Valores no hizo a tiempo sus deberes y porque el Banco de España, a pesar de las advertencias de sus inspectores, cerró los ojos ante pelotazos de bancos y cajas. Recomponer la situación no resulta fácil, sobre todo porque los estados y sus gobiernos creen que, en tiempos de crisis, será el sector privado el motor de la economía y confían plenamente en él, pero sin apretarles en exceso. Véase si no la Amnistía Fiscal para qué sirve, si no es para proteger, aún más, a los grandes negociantes que evaden capitales.
No obstante, dar barra libre a los negocios, aun con el beneplácito de las Administraciones, es darles un cheque en blanco si no se vigila su beneficio y su posible abuso al ciudadano. Pongo por caso los aparcamientos en zona azul. Todo el litoral mediterráneo, desde Cadaqués hasta La Línea de la Concepción, está conquistado por zonas verdes, amarillas o azules donde el ciudadano se siente indefenso hasta para tomar un baño. Miles y miles de aparcamientos controlados y con tarifas abusivas, como 3,80 euros para tres horas, que son más de 500 pesetas. Ayuntamientos que ven una forma de recaudación extraordinaria sin importarles un pimiento las estrecheces de los bolsillos.
Incluso en el Cabo de Gata y en todas las islas Baleares, el propietario que tenía huerto lo ha reconvertido en zona de parking porque la pela es la pela y el beneficio mucho mayor. Caminos rurales aledaños a las playas igualmente controlados por vigilantes para obtener otra hermosa calderilla, quedando nuestro vehículo y nuestro ánimo a merced de unos especuladores sin que autoridad alguna ponga tierra por medio y controle tanta desmesura. Es más, cada ayuntamiento concierta sus tasas y tarifas con la empresa de turno, generando unas diferencias de precios insultantes entre poblaciones cercanas. Algo así como la guerra de combustibles, donde estaciones de servicio vecinas abaratan o encarecen el litro como les viene en gana, haciéndose la competencia sin que ningún gobierno marque un precio único y universal.
Y digo yo que, ya montados en la espiral del beneficio en tiempos de crisis, ya metidos de lleno en el arte de la especulación, ya imitando el ciclo alimenticio de las sanguijuelas, por qué no son los propios consistorios quienes explotan el negocio, reduciendo el paro con personal reclutado del Servef para obtener dinero limpio, contante y sonante.
Lo escrito, el equilibrio entre la iniciativa privada y el necesario control de la gestión pública, es un salto al vacío sin red, pues los dos sectores, públicos y privados, deben proteger a sus ciudadanos y consumidores, no amedrentarlos ni robarles por que sí.