Opinión

Arroz meloso: Una historia de amor sin caldo (y II)

Como recordarán, la semana pasada empecé a contarles la increíble historia de amor de Paco y Paca, dos amantes octogenarios unidos por una pasión común: el arroz meloso.
Durante los primeros años, Paco y Paca mantuvieron una relación idílica basada en la gastronomía y el deseo carnal. Durante las tardes de invierno jugaban a la brisca y veían películas del oeste al calor del brasero. Él la encandilaba contándole historias de su interesante pasado. Él recordaba con emoción la vez en que, con tan sólo siete años, estuvo a punto de ganar el campeonato de ajo del Ecuador en la categoría de alevines. Era una auténtica promesa del ajo, hasta que una tendinitis en la govanilla lo apartó para siempre de la alta competición. Desde entonces, tuvo que resignarse a hacer el ajo con el Minipimer. Paco le reveló además algunos de los trucos empleados para impedir que el ajo se tale, como ponerse el huevo debajo del sobaco unos minutos antes de ser utilizado. También le contó que un domingo por la tarde, durante un partido del Villena, saltó de espontáneo al césped de La Solana, completamente desnudo, para reivindicar más de un kilo de pólvora por arcabucero.
Al caer el sol, antes del Telediario repelaban con fruición los restos de un plato de hervido aliñado con aceite y vinagre. La reacción de las patatas, la cebolla, las judías, las carlotas y las alcachofas en sus cuerpos ejercía de afrodisíaco y los hacía volverse locos. Paco, entonces, se transformaba en una especie de vampiro lujurioso, ávido de sexo y naftalina, de enaguas y refajos, y se abalanzaba sobre ella arrancándole las prendas interiores a mordiscos, olvidándose por completo del reuma, de la artrosis y el lumbago. Una noche, Paco, haciendo alarde de su todavía intacta hombría, quiso practicar el salto del tigre desde lo alto del armario. Para ello se vistió de berebere, como ella le había pedido. Un error de cálculo hizo que Paco pinchase la bolsa del agua caliente con la punta del turbante, provocando en ambos cuerpos quemaduras de segundo grado.

Paco y Paca coleccionaban pastillas, supositorios, ampollas y jarabes subvencionados por el Estado, y habían destinado una habitación de la casa exclusivamente para guardar todos los medicamentos que sacaban de la farmacia. Al parecer, poseían auténticas reliquias. La pieza más cotizada de su colección era un supositorio para la tos que había caducado en el año cincuenta y seis. Además, a Paco y a Paca les encantaba ir al ambulatorio tres horas antes de la cita y pasar allí la mañana hablando de dolores, operaciones y enfermedades con la gente. También eran especialistas en saltarse las colas del Mercadona con la excusa de “¿me dejas pasar que sólo llevo una cosica?”…
Eran tal para cual, pero como no hay historia del todo feliz, un buen día se les emplastó el amor. La pasión se quedó sin caldo, y ella lo abandonó por un apuesto miembro de la Unión de Pensionistas, que además sabía recitar poemas de memoria, bailar jotas y tocar la bandurria.

Paco no pudo superar aquella circunstancia, y entonces le dio por beber jarabe y por comer sin dentadura. Su depresión se agravó cuando un buen día, estando en la panadería de Cuartilla, se negaron a venderle todo el pan que había pedido. Fuera de sí, bajó a la Corredera y secuestró el piojo, amenazando al conductor y a sus ocupantes con un pañuelo lleno de mocos y esputos. Al parecer, sus intenciones eran las de dirigirse a Andorra para comprar tabaco, licores, galletas de mantequilla y quesos a mansalva. Al escuchar aquello, el conductor dio un volantazo y el autobús acabó incrustado en el escaparate de Casa Calvo, aquella inolvidable sastrería a la que hoy, desde aquí, también quiero rendir homenaje, ya que todavía no he podido olvidar la visión de aquellas camisas, de aquellos trajes, de aquella moda, de aquellos tiempos, que ya no volverán.

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