Batallas cotidianas
Se levanta el domingo con un calor que ya anuncia lo que va a ser el día. El sábado fue un poco anárquico y el estomago va reclamando las raciones de las que no disfrutó anoche. Me levanto y comienzo mi rutina matutina de aseo y de medicaciones. La edad es inclemente, sobre todo con aquellos que nos hemos dedicado a exprimir sus placeres y que ahora, cuando ya entramos en esa madurez otoñal, vemos como el cuerpo empieza a querer cobrar sus facturas. Menos mal que al haber visto muchas películas de género negro, sé que lo suyo y lo mío es cuestión de negocios, no es nada personal.
Me dirijo con el coche a buscar el periódico y de ahí esa terraza en la que tanto me gusta degustar mi desayuno dominical. El pueblo es uno de esos típicos de la Marina Alta que viven a caballo entre la montaña y el mar. Es un pueblo pequeño, de unos 2.216 habitantes, y desde hace unos días se encuentra en fiestas.
Éstas están divididas entre la parte clásica de procesiones, comidas o cenas populares y bailes en la plaza y la tradicional y taurina parte. Es un pueblo que conozco desde hace muchos años, en lo que he asistido a muchas de sus verbenas y en el que, de joven, hasta robé algún beso a alguna de sus chicas. Hoy, ya terminada la primera parte, comienzan los festejos taurinos: suelta de vaquilla durante el día y toro embolado por la noche. Debido a ello me toca dejar el coche frente al establecimiento donde compro el periódico (y en otras ocasiones, flores, revistas, tabaco, regalos, accesorios de hogar, bisutería, bebidas frescas y aperitivos) y andar hasta la plaza, lugar en el que se encuentra el bar donde me siento a gusto para desayunar en verano.
La camarera me conoce y me atiende con una preciosa sonrisa y yo pido lo que es habitual en mí en estas fechas. Media tostada con aceite y jamón serrano, un quinto sin alcohol y un descafeinado solo de máquina, con hielo y dos sacarinas. Esto último me lo evito cuando ella simplemente pregunta: ¿El café como siempre? Sí, como siempre, bonica, le respondo.
La calle que se extiende desde mí frente a mi derecha, está llena de protecciones para esconderse de los morlacos y de los típicos "cadafals" que han instalado las peñas para sus amigos y asociados. Ese lugar con una parte en alto, desde donde la novia podrá ver nerviosa y excitada como su joven enamorado intenta lucirse ante ella mostrándose valiente y atrevido ante los dos pitones del animal, animal que sabe, por regla general, mucho más que el joven.
Desde que me he sentado, me ha llamado la atención un carro con ruedas de bicicleta de esos que venden toda clase de chucherías para deleite de los niños y niñas. Lo atiende una joven de etnia gitana, muy excedida de peso y ya muy conocida en el pueblo, pues asiste a esa cita desde los 9 años, primero con su padre y ahora con su marido, más entrado en carnes que ella misma. La actividad comercial que desarrollan a estas horas es prácticamente nula.
Aparece en la escena otro actor de la misma. Es una gitana ya entrada en años, morena y con una larga trenza y ese delantal que nunca he sabido si se lo dan después o nacen ya con él. Carga una mesa de camping larga, un mantel y una caja. A escasos metros de donde se encuentra el primer puesto ya mencionado, empieza el montaje del suyo y es cuestión de minutos que la gitana joven se dirija a ella sin moverse del sitio y le recrimine el emplazamiento elegido. En pocos segundos aquello se va convirtiendo en un guirigay en el que va ascendiendo el tono de la conversación. Los que ocupamos las mesas de la terraza ya solo estamos pendientes de la batalla dialéctica que se ha establecido entre las dos. A la más mayor se acerca un gitano mal encarado y que es su pareja, pero ninguno de los dos hombres abren la boca. Se aprecia que nos encontramos ante un matriarcado, machista, pero matriarcado.
Tras unos minutos más, la última en llegar levanta los bártulos y se pone en un lugar más alejado al inicio de otra calle y todo recupera su discurrir normal. En la mesa de al lado, un acento que me es familiar. Señora, disculpe, ¿de donde es? De Holguín, en Cuba. Le comunico que mi corazón siempre se ha movido hacia Camagüey y aprovecho para felicitarla por el día de la revolución. Me presenta al marido, un paisano del pueblo que la conoció en Holanda y que me relata que se ha casado tres veces con ella: en Holanda, en España y en Cuba, por lo que me dice que mire yo si eso es amor o no.
Ella entonces, toda picarona, me dice que amor o no todavía hay que vigilarlo (tiene cerca de 75 años) y él, de espaldas a su mujer, me guiña un ojo y me dice que en Cuba hay demasiadas mujeres bonitas.
Ellos todavía luchan por mantener ese amor bonito, las otras dos mujeres no batallaban por la ubicación, lo hacían por la comida del día. Sigo con mi desayuno y me pregunto cuál será mi próxima batalla.