Beatificación y ligereza
Marta Obregón fue asesinada por el violador del ascensor el 22 de enero de 1992. Fue encontrada cinco días más tarde a escasos kilómetros de Burgos, de donde era natural. El Arzobispado de Burgos ha impulsado un proceso, iniciado hace cuatro años, que si finaliza felizmente Marta será Beatificada por su Santidad. La joven murió golpeada y acuchillada repetidas veces, pero virgen, cualidad sobrevalorada por los jerarcas de la Iglesia. Argumentan los que la quieren llevar a los altares que Marta no pudo ser reducida por el violador porque antes había entregado su corazón a Jesús y quienes la vieron después de ser masacrada quedaron admirados por la dulzura y serenidad de su rostro, expresión propia de quien muere perdonando y absorto en la esperanza de un encuentro de amor.
Entiendo la alegría y consuelo de su familia, vinculada al Movimiento Neocatecumenal y al Opus Dei. Lo que es difícil de aceptar es que en la causa se afirme que en el momento del asesinato la joven estaba buscando su vocación definitiva. Es como si para ser lo más de lo más, tuviera que ser alguien masoquista. Los allegados de Marta tienen motivos para sentirse aliviados, pues seguirá los pasos de Santa Inés, decapitada en el siglo III por negarse a tener relaciones sexuales con un romano. Cuando la mártir sea confirmada beata la cúspide eclesiástica la tendrá como modelo a seguir y sus padres como la hija heroína que nunca olvidarán.
Como en alguna que otra ocasión, me declaro no creyente, aunque es mi obligación respetar las creencias de las personas; pero que sea considerado no me disuade de la crítica que estime necesaria y conveniente. El Papa León X utilizó las indulgencias para financiar la construcción de la Basílica de San Pedro, y gracias a ellas y mediante previo pago los donantes tenían la absolución de sus pecados. Más aun, si la cantidad depositada era considerable el perdón era de por vida, indultándose las fechorías presentes y hasta las futuras. Todo ello provocó la ira de Lutero, provocando éste la célebre Reforma.
Quiero explicar con ello que no me seducen en absoluto las beatificaciones y santificaciones. El Cielo debe estar repleto de beatos, santos y Papas cuyas vidas no fueron para nada ejemplares, y que protagonizaron Santas Cruzadas, Santas Inquisiciones, alianzas con dictadores, acumulación de riquezas terrenales, acopio de contribuciones o protección de pederastas. Malos ejemplos con pringadas conductas que nadie debiera seguir. Y como al César lo que es del César, es cierto que existen santos y beatos de vida generosa y ejemplar; asunto éste que me preocupa, pues no es justo que compartan luces y habitáculos con otros santos degenerados. En este tema soy tajante: ni juntos ni revueltos.
Si la Iglesia beatifica a Marta está en su derecho, para eso tiene sus propias reglas. Pero me parece afrentoso el triste lugar en que quedan las mujeres violadas, vivas o muertas. Si a una virgen asesinada se le premia tanto por preservar su inocencia, ¿qué será de las que fueron ultrajadas? ¿Se dejaron deshonrar? ¿No se resistieron lo suficiente? ¿No se opusieron con bravura? ¿Son putas acaso? ¿Fue más valiente la mártir beata que la torturada y vulnerada? Imagínense por un momento que Marta, una vez sin vida, hubiese sido víctima de una abominable necrofilia por parte de su mal nacido verdugo. Su pérdida virginal, ¿hubiese imposibilitado su proceso de beatificación?
Tanta contradicción me incomoda, porque no es justo que se alce a los altares a una virgen doncella y no sean beatificadas las miles de creyentes violadas y asesinadas, cuyos únicos delitos es haber sido sometidas y poseídas contra su voluntad. Si la condición del himen marca la prohibida frontera entre las jóvenes ajusticiadas o las aspirantes a la pureza, qué injusta ofuscación tiene la Santa Madre Iglesia.